La cadena gubernamental sobre la libertad bien podría llevar la firma de Hitler o de Stalin. No es casual, porque seguidores de ambos hay en los diversos círculos que rodean al líder. Tampoco es nuevo que aparezcan hermanados. Esto ya ocurrió, y con resultados catastróficos, en la historia no tan lejana de mediados del siglo XX. El pacto entre el nazismo y el estalinismo solo se rompió cuando cada uno de ellos ambicionó más de lo que el otro estaba dispuesto a ceder. No fueron diferencias de fondo las que los separaron y los condujeron a la guerra, sino la disputa por la implantación de sus respectivos regímenes totalitarios que solamente diferían en la retórica. El común denominador era la eliminación de los enemigos del pueblo y de la nación, llámense oligarquías, extranjeros, medios de comunicación o clases explotadoras. La noción única de libertad se construía a partir de esa dicotomía.

Precisamente por ese carácter fascista-estalinista del contenido de la cadena y por la propia experiencia histórica, puede parecer inexplicable que haya actores que se presten (en realidad habría que decir que se alquilen) para ello. Podrán argumentar que no conocen los entretelones de aquellos episodios, pero habría que decirles que esa realidad solo estuvo escondida para quienes no la querían ver. Como artistas que son, especialmente los que tienen ya larga carrera teatral, deberían recordar los últimos años de la vida de Bertold Brecht en Alemania Oriental y su sospechosa muerte ocurrida precisamente cuando enfilaba sus críticas al régimen de ese país. Pero, para no ir tan lejos y no abrumarse con lecturas, bastaría con que vieran la película La vida de los otros. Ahí podrían conocer lo que les sucede a las personas como ellos –precisamente gente de teatro– cuando quieren ejercer la expresión más alta de la libertad individual y colectiva, que es la autonomía con respecto al poder. A partir de esa obra podrían entender que la libertad no es esa caricatura que se presenta en la cadena (para colmo de contradicciones, encarnada en una chica que el respetuoso lenguaje oficial la calificaría de pelucona).

No les haría mal una mirada a la historia para saber que los artistas y en general los intelectuales que se arriman al poder se convierten doblemente en víctimas. Una primera vez, porque están obligados a sacrificar su creatividad –en concreto, su arte– en aras de objetivos que vienen dictados por un interés político específico y deben aceptar sumisamente los límites que les marcan. Una segunda vez, porque cuando quieren hacer el mínimo uso de su propia conciencia sienten cómo se tensa la cuerda y si se atreven a cortarla, comprueban que ha llegado el fin de su actuación (metafórica y realmente hablando).

Les convendría también comprender que el mejor papel que puede desempeñar la gente de la cultura en situaciones de polarización es aportar con la mirada crítica. Es su recurso propio y así incluso evitarán que la ficción de la película se convierta en la vida de ellos mismos.