Otra vez usamos un peligroso animal marino como imagen de un problema moral: la medusa, bello ser que probablemente sea el más venenoso del mundo. No podemos tocarla sin salir grave y dolorosamente lesionados. La medusa de la que hablamos se llama eutanasia, un concepto seductor: eu-thanasía, en griego, la buena muerte. Pero al intentar traerlo a tierra y analizarlo, comienza a quemarnos. Y nos quema porque nos llega, rara será la persona que en algún momento de su vida no quiso la “buena muerte” de alguien a quien una enfermedad, accidente o mera vejez hacía la vida intolerable. Alimañas transparentes y gelatinosas las medusas, difícil separar sus partes y determinar qué es cada una.
En mi novela Todas las aves transcribí casos reales, que vi o que me contaron varias personas, entre ellas dos sacerdotes católicos, sobre situaciones frecuentes asimilables a la eutanasia. La una es la de enfermos, y no tan enfermos, que deciden morir absteniéndose de alimentos o medicinas indispensables. Tampoco es inusitado el caso de los que beben alcohol hasta causarse la muerte. Son “suicidios” a los que nadie llama así, pero que lo son. En cambio, no se pueden calificar de “buena muerte”, por lo doloroso y a veces atroz del estado al que llegan quienes optan por estas vías legales, toleradas, pero tremendas. La otra situación que topa estos bordes incoloros y gelatinosos es la desconexión de pacientes a sistemas de vida artificial. Se supone que es legítimo hacerlo en casos de “muerte cerebral”, pero en realidad las cosas ocurren de maneras más confusas y los médicos conscientes pasan por dudas escocedoras.
Dos filmes tratan desde distintas facetas este urticante tema. El uno, Cuando el destino nos alcance (Soylent Green), de Richard Fleischer, es una distopía que ocurre en la Tierra superpoblada del futuro cercano. La eutanasia es promovida con el propósito de transformar los cadáveres en un alimento, el soylent verde. La otra película, Mar adentro, de Alejandro Amenábar, es la historia real de Ramón Sampedro, paralizado por un accidente, que luchó para poder morir después de treinta años de inmovilidad. Al final, una cadena de amigos que se “reparten” la ayuda en cada etapa del suicidio le permite poner fin a su vida. Estas referencias nos permiten ver que la “muerte digna” tiene muchos tentáculos vesicantes, que no podemos lanzarnos a condenas ni aprobaciones apresuradas o maniqueas. Ni mis creencias ni mi carácter me dejan verme recurriendo a la eutanasia, pero, en conformidad con mi pensamiento de que las personas deben ser libres de hacer con sus cosas y sus cuerpos todo lo que no afecte a terceros, creo que el derecho a un suicidio limpio (así debe llamarse sin eufemismos) debe ser permitido dentro de un marco jurídico claro y respetuoso. La medusa resplandece en el agua amenazando con su veneno, no desaparecerá por el hecho de ignorarla, como siempre, la prohibición no evitará que se busque la muerte intencional, solo la hará horrenda.
La medusa resplandece en el agua amenazando con su veneno, no desaparecerá por el hecho de ignorarla.









