Por varias razones hay una tendencia a simpatizar con las reivindicaciones autonomistas e independentistas. Mucha gente considera que son luchas de los débiles o de los oprimidos en contra de los fuertes y de los opresores. Es una percepción bastante acertada, que se asienta en la realidad de las conquistas violentas que han poblado la historia mundial. Por ello, no es extraño que, por diversos medios, un gran número de personas a nivel mundial expresara una opinión favorable hacia la independencia de Escocia. Si les hubiera correspondido votar a los habitantes de otros países, seguramente en este momento tendríamos un nuevo Estado en el escenario mundial y se sentirían los estragos de un temblor en las islas británicas y un huracán en el continente europeo. Pero, los escoceses, que obviamente eran los únicos llamados a decidir, dijeron lo contrario y prefirieron seguir formando parte del Reino Unido.
Una conclusión que se extrae de las diferencias entre esas dos visiones es que cuando vemos desde lejos el asunto de la independencia y la autonomía, vale decir, cuando nos es ajeno, lo tomamos como un problema de principios y no de realidades concretas (claro que hay excepciones, porque muchas veces los principios de autonomía y libertad quedan supeditados a consideraciones geopolíticas o ideológicas, como sucede en el caso de Ucrania). Pero, cuando el tema nos toca directamente se impone el pragmatismo, se ven los pros y los contras, se calculan costos y beneficios. En definitiva, se impone el futuro sobre el pasado. Se mira lo que va a venir, mientras la herencia histórica, por fuerte que sea, pierde peso frente a lo que se prevé hacia adelante.
Más allá de las simpatías y del contraste entre principios y pragmatismo, el tema de fondo cuando se abordan las demandas de autonomía e independencia tiene relación con la definición del tipo de Estado. Somos herederos de la concepción decimonónica de los estados formados por una sola nación, en lo posible con una única lengua y con una población étnicamente homogénea. Pero esa concepción choca con la realidad de la mayoría de países, que es multicultural, polilingüista y socialmente heterogénea. De la constatación de esa realidad surgieron las propuestas de los estados plurinacionales. Sin embargo, una mayoría de personas sigue pensando en los mismos términos que se hacía hace doscientos o más años y, aunque parezca paradójico, entre ellas se cuentan muchos que apoyan el multiculturalismo. Siguen asociando el Estado con una nación y con una cultura. Por eso, el entusiasmo por ver a los escoceses –y a los catalanes, que pronto tendrán también su consulta– convertidos en ciudadanos de un país independiente.
En este plano, lo sucedido en Escocia tiene enorme trascendencia porque su población ha dicho sí a la posibilidad de vivir armónicamente entre diferentes. Ciertamente, será necesario hacer arreglos institucionales, entre los cuales se puede considerar la adopción del modelo federal para el Reino Unido. Es un gran paso, digno de celebrarlo con un whisky escocés o irlandés, no hay problema. O, mejor, ambos.