Con agudeza, un político boliviano califica a la calle como el lobby del pueblo. Afirma, con razón, que los lugares públicos son los únicos espacios en los que pueden expresarse de manera colectiva las opiniones de las personas comunes y corrientes. Sin calles, sin plazas y sin caminos no tendrían cabida las voces de quienes no ostentan cargos, no tienen acceso a los medios de comunicación, ni pertenecen a la élite que hace opinión pública. Allí, a cielo abierto quieren hacerse escuchar. Ya sea para mantener o cambiar la situación, para apoyar u oponerse a una ley, para cuestionar o aplaudir una medida, lo cierto es que esos espacios desempeñan un papel fundamental en la política.

Desde antes del inicio del periodo democrático, la ciudadanía ecuatoriana utilizó activa y frecuentemente la calle. Ahí estuvo para oponerse a las alzas de precios, para expresar el apoyo patriotero a los conflictos bélicos y para hacer evidente su inconformidad con los gobiernos. Es verdad que en varias ocasiones transgredió las normas establecidas y fue el factor determinante en la desinstitucionalización, pero lo mismo puede decirse de la política formal, la que se hace puertas adentro. Sin embargo, en algún momento decidió retirarse, abandonar la calle y, como quien entrega un cheque en blanco, dejar en manos de uno solo el manejo de los temas que antes consideraba de responsabilidad colectiva. Salvo mínimas excepciones de grupos organizados que intentaron con poco éxito mantener esas prácticas, los últimos siete años han sido de abandono de los espacios públicos.

Las causas pueden encontrarse en muchos factores. El hallazgo largamente buscado del líder salvador debe influir de alguna manera. La bendición del alto precio del petróleo, que facilita el disfrute –en privado– de los beneficios del buen vivir, puede haber adormecido a muchas personas. La transformación del Estado en el gran empleador y en el todopoderoso contratista debe pesar no solo en los bolsillos, sino en las conciencias. La cooptación clientelar de las bases de los movimientos sociales también debe tener su parte. La estatización de la participación, con la sui géneris conformación de un poder del Estado que no representa a nadie, debe ser considerada. Pero, seguramente, el principal factor está en el temor. Las condenas por terrorismo a estudiantes que rompieron unos vidrios, la represión a los ecologistas y a quienes se oponían al extractivismo, los llamados a demostrar que los buenos son más, en fin, las acciones y las palabras que vienen desde el poder tienen su efecto.

Pero algo debe haber sucedido para que todos esos factores pasaran a segundo plano y el martes pasado se convirtiera en el hito que marcará el retorno de la calle como lobby ciudadano. La manifestación, convocada inicialmente para pedir cambios en el proyecto de Código del Trabajo, agrupó no solamente a quienes serán regulados por esta ley, sino también a personas y grupos que reivindicaban derechos y libertades. No eran conspiradores ni desestabilizadores, eran ciudadanos que querían expresarse. No encontraron oídos receptivos. Había demasiado ruido en la plaza del poder.