No nos resulta raro, a quienes mantenemos una columna de opinión en un medio de comunicación, que nos lleguen mensajes cargados de insultos e incluso de amenazas. Por lo general son frases mal hilvanadas, con una ortografía y una redacción tan malas que solamente son superadas en lo negativo por la falta de ideas. Si en alguna ocasión uno de los columnistas se ha dado el trabajo de responder, creyendo ingenuamente que podría mantener un debate con argumentos y razones, ha servido solo para ver cómo se elevan de tono las agresiones. Con esa misma ingenuidad creíamos que se trataba de gente fanática que estaba motivada por razones ideológicas y que el alimento semanal de los sábados había incrementado su agresividad.
Pero no ha sido así. Gracias a ese espacio de preservación de la libertad de expresión que son las redes sociales, hemos visto que estábamos equivocados y hemos podido palpar una realidad que es a la vez repugnante y dolorosa. Repugnante, porque esa es la reacción que produce la venta de la palabra y del pensamiento, los dos elementos que se supone le dan el carácter de especie única al ser humano. Repugnante, porque al convertir al pensamiento y a la palabra en armas de alquiler que se ofrecen al mejor postor, cierran el paso a cualquier asomo de comportamiento ético. Que lo hagan por convicción, que acudan al insulto y a la amenaza porque creen en un proyecto político, es comprensible, aunque no sea justificable. Al fin y al cabo, todos somos portadores de los genes de los varios fundamentalismos que históricamente poblaron el mundo. Pero que lo hagan por dinero y además agazapados es, francamente, repugnante.
Es a la vez una realidad dolorosa, porque no se puede permanecer impasible frente a gente joven que se vende para atacar a otros. Más aún si entre esos otros están sus amigos e incluso sus familiares, como se hizo evidente al ventilarse el asunto en las redes. Amigos y allegados de esos nuevos mercenarios hicieron saber su sorpresa y su decepción cuando se descubrieron las identidades. Los habían tenido ahí, a su lado, habían tomado más de una copa con ellos, habían compartido las derrotas de la Selección y muchas alegrías sin saber que daban la mano al troll que los acanallaba, al que estaba contratado para matar su honor y el de otros amigos. Fue duro para los tuiteros comprobar que los sicarios de tinta verdaderamente existen y que conviven con ellos. Una gran mayoría de los mensajes tenían una carga de dolor.
Junto a estos mercenarios o, más bien, detrás de ellos y escondiendo la mano están quienes los contrataron. No son seres incorpóreos, son personas de carne y hueso que dirigen instituciones estatales encargadas de administrar nuestros recursos. Con nuestro dinero los contrataron y los corrompieron. Sin embargo, se han quedado callados como si no fuera con ellos. Se acomoda para ellos la sentencia de Juana Inés: tan culpable es quien peca por la paga como quien paga por pecar.