‘La corrupción desmonta el plan soberanista’ era uno de los titulares de los diarios españoles en esta semana a propósito de dos hechos que tienen preocupado al país: por un lado, el afán de Artur Mas, presidente de la Generalitat catalana, por llevar adelante un referéndum sobre la independencia o separación de Cataluña del Estado español, y por otro lado, una trama de corruptelas que envuelve al “padre espiritual” del catalanismo Jordi Pujol, a sus hijos y a su partido Convergència i Unió, que lo llevó por muy largos años al poder.

Artur Mas insiste en convocar y realizar una consulta popular en el mes de noviembre próximo, a pesar de que el gobierno nacional cuestiona su legalidad por impedimentos constitucionales, promocionando la idea de impulsar una reforma que permita un mayor y mejor manejo de la autonomía sin molestosas sujeciones al régimen central en asuntos que no lo requieren.

El presidente catalán ha dicho que la libertad tiene un precio, pero luce que la mayoría ciudadana no está dispuesta a pagar ese precio porque tiene incertidumbres acerca de su futuro que podría ocasionar incluso –eso no está muy claro todavía– la salida sin retorno de la Unión Europea y el uso del euro, la moneda comunitaria, con los trastornos adicionales de nuevas fronteras, de aranceles aduaneros y de otras desagradables consecuencias.

Además, a los ciudadanos que tienen su vida hecha no les interesa que le muevan el piso, que la duda se apodere de sus trabajos y de sus familias. No quieren ninguna fractura ni división, sino un entendimiento que permita mejores ingresos y mayores libertades a Cataluña, pero dentro de España.

El asunto es que Cataluña, con un nacionalismo de raíces profundas, quiere decidir su destino sin la venia del gobierno español, no solo por su peso específico, sino porque siente que el país no le devuelve económicamente todo lo que aporta, pero en un Estado solidario no es posible hacer devoluciones que sean exactamente iguales a las contribuciones porque de otra manera las regiones con menor población o menos productivas no podrían subsistir.

El tema de fondo y que sirve de argumento vertebral al gobierno es que la Constitución no permite una consulta popular para fraccionar España, y hay grandes posibilidades de que así lo resuelva el Tribunal Constitucional en cuyo caso se habrá decretado el deceso legal del referéndum, que se complicaría todavía más con todos los hechos que envuelven a Pujol y que tienen a la ciudadanía española y a la comunidad catalana a caballo entre la sorpresa y la indignación.

Pero algo se sacará de todo esto y ese algo puede ser un nuevo tratamiento jurídico del Estado español hacia Cataluña, siempre dentro de su pertenencia. Que parece ser lo más sensato y lo más justo.