Familias que han hecho de la informalidad un modo de vida sistemático, azuzadas por dirigentes políticos y bandas de delincuentes, invaden un terreno. La justicia ordena el desalojo, lo que cumple a medias la policía de la ciudad, porque la gendarmería nacional se resiste a colaborar (en los países caídos en la barbarie del siglo XXI los trabajos impopulares y conflictivos los gobiernos se los dejan a las autoridades locales, sobre todo cuando estas son opositoras). Eso es lo que sucedió a fines del mes pasado, cuando la fuerza pública del gobierno de la ciudad de Buenos Aires intentó evacuar a un grupo de okupas que se había posesionado de un lote de propiedad pública. La presencia de bandas armadas entre los invasores llevó a un enfrentamiento violento.

Hasta allí todo “normal”, cosas así, detalles más, detalles menos, han ocurrido en Bogotá, Quito, Guayaquil... Lo extraordinario ocurre cuando nada menos que el papa Francisco I se entera y declara que se ha procedido ¡como en Gaza! y lamenta ¡con lágrimas! los hechos. Pero no es la violencia del episodio, contextualizado en una sociedad sumida en el desorden, la que acarrea el repudio del pontífice, sino el acto mismo del desalojo y la situación de los invasores lo que lo hace llorar. Esa reacción es una muestra de las posiciones que ahora predominan en el Vaticano. La Iglesia católica durante siglos se caracterizó por una prédica del amor al prójimo, de la caridad, entendida como limosna eventual, pocas veces su práctica se expresaba en soluciones permanentes del estado de pobreza y, sobre todo, casi no se mencionaba la obligación del necesitado de poner de su parte para superar su marginación.

En el siglo XIX se consolidó lo que se llama la “doctrina social de la Iglesia”, con la que el pensamiento católico buscaba dar respuestas más integrales a los problemas de pobreza y exclusión. Desgraciadamente, la postura dominante en este cuerpo doctrinal se concentra más en el reparto de dádivas que en la creación de riqueza. Dentro del ideario social católico son fuertes las corrientes, como la Teología de la Liberación, que llevan la redistribución limosnera a propuestas que cabe calificar de socialistas. La jerarquía eclesial y muchos teólogos con gran frecuencia condenan simplistamente al capitalismo, sistema al que se achacan todos los males. No quisieron y no quieren ver que las sociedades (no precisamente católicas) en las que se practicaba y se practica ese denostado tipo de organización económica son más prósperas y justas. Su visión también deja de lado el respeto a la propiedad privada, uno de los pilares de la ética bíblica, sin el cual tampoco es posible la libertad. Al ponerse del lado de los okupas se envía un pésimo mensaje a la grey católica, que lo que necesita en el siglo XXI es la prédica de auténticos valores cristianos, como son el trabajo honrado, el respeto por los bienes ajenos y el compromiso con la libertad de todos los seres humanos.