Mi breve reencuentro con Guayaquil me sirvió para mirar a la ciudad con esa perspectiva abierta que la distancia suele dar. Una perspectiva que no se estanca solo en la comparación básica, predispuesta a la imitación. Cuando el tiempo y la distancia se combinan, se abre la oportunidad de reencontrarse con lo propio, libre ya de los filtros que la cultura y la rutina nos suelen imponer. Y es así como uno se deshace de aquella muletilla mental, según la cual “se quiere lo propio, por el simple hecho de ser propio”; y se comienza una contemplación de lo que somos y tenemos como ciudad y como cultura. Como consecuencia, comenzamos un amor distinto por lo nuestro. Se valora lo propio por sus logros y virtudes, al tiempo de que se aceptan con cierta condescendencia nuestros defectos, y entendemos nuestras falencias como desafíos. Creo necesario que todos los guayaquileños encontremos nuestro camino para liberarnos de las preconcepciones impuestas, para ver la belleza oculta de nuestra ciudad.

Gracias a la invitación que nos hiciera el personal de “NoMíNIMO Espacio Cultural”, tuvimos la oportunidad de realizar un breve curso sobre Guayaquil, sus orígenes como ciudad y su arquitectura. Ello nos permitió compartir con muchos interesados los hitos construidos de la historia guayaquileña, muchos de ellos aún de pie; ignorados y hasta despreciados los peatones que no siempre se dan el tiempo de levantar la mirada y contemplar nuestro paisaje urbano.

Los preparativos de dichas clases sirvieron de excusa para recorrer nuevamente nuestras calles tomando fotos. Toparse con aquellas construcciones fue como reencontrarse con viejos amigos. Algunas siguen igual, el tiempo no las toca. A otras, en cambio, se les nota el peso de los años, y delatan los vanos intentos que sus propietarios han realizado para mantenerlas “joviales”. Por ejemplo, en el caso de la obra construida por Francesco Macaferri, la casa que diseñó para él y su familia aún tiene un chifa en su planta inferior; pero ya se libró de aquel cabaré que ocupaba su planta superior. La vivienda que él mismo construyera para vender en la calle El Oro tiene una panadería colombiana y le han puesto una cubierta adicional de metal, que asemeja más a un enorme sombrero mariachi. Una de sus más bellas casas se ha convertido en un centro de convenciones, que vende encebollados en su planta baja. Irónicamente, este tipo de actividades son las que mantienen vivas a dichas construcciones y son preferibles ante el deterioro irreversible que produce el abandono.

Da gusto notar que muchas personas comienzan a redescubrir la ciudad. Veo con mucho gusto que arquitectos y profesores empiezan también a compartir fotos de nuestra arquitectura en las redes sociales. Sin embargo, que la verdad sea dicha: el mérito de aquel cambio tan positivo es de personas como Ricardo Bohórquez, Javier Lazo, Amauri Martínez, Vicho Gaibor y Juan Xavier Borja, que constantemente recorren Guayaquil, atrapando en sus cámaras nuestros escenarios escondidos de hormigón y de caña. A ellos, todo el reconocimiento y toda la gratitud.