Dos sucesos, que causaron mucha controversia en los medios de comunicación tradicionales y en las redes sociales, tenían en común la descalificación de sendas personalidades públicas. El primer caso es el de un futbolista devenido en político, a quien se lo criticó por una desafortunada intervención en los debates de la Asamblea Nacional. A lo mejor, en algunas opiniones vertidas en Facebook y en Twitter se exageró, pero de lo que pude ver, en la prensa escrita y audiovisual criticó las pobres dotes oratorias del exdeportista, pero no se aludió a su condición étnica para descalificarlo. Lo contrario habría sido gravísimo y conllevado nuestra total repulsa. Creo que los ciudadanos merecemos un mínimo de solvencia de parte de nuestros funcionarios, un parlamentario (término derivado justamente de parlar, hablar) no debe ser necesariamente un Demóstenes, pero su expresión debe tener unos mínimos de inteligibilidad que lo faculten para el ejercicio idóneo de su cargo. El hecho de que un legislador pertenezca a un grupo étnico, que por cierto ha sido relegado y discriminado, no lo excusa de prepararse adecuadamente para el ejercicio de su función.

Tenemos los casos de Mae Montaño, Diana Atamaint y tantas otras mujeres políticas cuyo origen son grupos y géneros tradicionalmente excluidos, cuyas posiciones pueden incluso disgustarnos, pero cuya competencia nadie cuestiona. Sin embargo, hay la peligrosa y tonta tendencia a sostener que por el mero hecho de que alguien que provenga de sectores sociales marginados históricamente ya es incuestionable. Esto no es así, precisamente por las mismas razones por las que no es aceptable sostener que alguien que pertenece a las altas esferas políticas y económicas no puede ser tocado ni objetado.

Llamar “negro” a una persona de origen africano no es algo esencialmente despectivo, si lo fuera habría que tirar al canasto la obra de Nicolás Guillén, Adalberto Ortiz y otros grandes creadores que orgullosamente se debieron a la negritud. El asunto no es la palabra, sino el contexto y la intención con que se usan. Soy viejo y suelo hablar de mí como un viejo, pero cuando en un conflicto me gritan “¡viejo!”, me siento agredido. Así, en el segundo caso que queremos analizar, en una cadena decretada por el Gobierno, se pidió que el por tantas razones respetable periodista Alfonso Espinosa de los Monteros se retire por su edad. Aquí sí había un claro caso de discriminación, porque se apelaba precisamente a su condición etaria para impedir que ejerza un derecho. Se pidió disculpas por este caso; fue un gesto cortés pero aislado, como bien lo sostuvo Espinosa de los Monteros en su réplica. No solo hay que arrepentirse del pecado, sino hacer propósito de la enmienda y comprometerse a desterrar el uso de la descalificación personal y el insulto como herramienta política. ¿Qué hemos adelantado si el mismo funcionario que pidió amablemente esas disculpas rechaza absolver una interrogación diciendo, sin aportar alguna prueba o argumento, que no responde a “periodistas corruptos”?