Debo confesar, una vez más, otra sana envidia que he acumulado en estos años. Viajando por América del Sur me ha tocado estar en la fecha de las fiestas nacionales de varios países, en ocasiones en ciudades grandes y en otras en poblados rurales. Sin lugar a equivocarme, me he encontrado con fiestas pluriclasistas y multiétnicas, de alto contenido cívico, que celebran a la adopción de una forma corporal para la nación, en el nacimiento del Estado. El pueblo celebra –o trata de hacerlo– al conjunto de la nación, a las partes diversas que tienen un destino común, en su forma estatal. Hasta aquí la envidia porque nuestro 10 de agosto es un día casi intrascendente. No hay fiesta popular, sí hay engalanamiento burocrático. El pueblo no se festeja a sí mismo porque no se reconoce plenamente en su forma organizada.

Las fiestas de invocación a la memoria por la fundación de las ciudades tienen como referencia a los temas más o menos aceptados de identidad de los aquerenciados locales. Las fiestas son celebradas fundamentalmente por el Estado local –la Municipalidad– pero no celebran al Estado local. Tienen una matriz y una vocación social. Esta, su mayor importancia. Los ecuatorianos festejamos menos a la nación y más a la localidad, sea en Quito, Guayaquil o Cuenca. Este desbalance no es atribuible a las oligarquías antipatria, como la propaganda suele decir, sino a la insuficiente apropiación de la nación por parte de la sociedad. Tarea ineludible, pendiente. No hemos sabido re-conocer en cada momento de nuestra historia larga y de nuestra historia corta a la forma y el contenido con los que nos incorporamos a la nación, esa forma trascendente que se construye día a día y que no se refunda en cada discurso.

Nuestra Constitución en general y en su parco preámbulo (lo único en que lo es) no hace relación a nuestro pasado colonial y de cómo se constituyó el Estado nacional sobre las bases de la organización colonial para tratar de ser un Estado soberano, republicano y democrático. Obviar esa referencia no la elimina de nuestra historia. No pasa de un subjetivismo aberrante. Asimismo, celebrar nuestro aniversario social –nuestra fecha de nacimiento como sociedad local– no nos hace más o menos nacionalistas. Nos hace conscientes de que surgimos de algún lado y que estamos juntos para ir hacia algún lado. Que tenemos un destino. Participando de agregados mayores. Nacional. Supranacionales.

Como ecuatoriano, me molesta especialmente que coexistan “dos” fiestas julianas, una organizada por el Estado local y otra protagonizada por el Estado nacional. Aquello de los roles estatales en los territorios es cierto. Deben respetarse las competencias locales. El Gobierno Nacional no puede ni debe arrogarse roles que no le corresponden. Menos aún tratar de recrear dependencias –por recursos, por reconocimiento– utilizando el día de la lucha por la independencia local. La resignificación moderna y actual de la fiesta juliana es la contribución de Guayaquil a la construcción de un Estado nacional soberano. La pequeñez de una disputa inscrita en la “baja política”, que quede para la esquina del barrio. Pero que no le denigren al país metiéndole en esa querella por el control. Cómo me gustaría que desde el Gobierno nacional se estimulase para que nuestra sociedad, todos los rincones de la patria, celebren nuestro “grito libertario” del 10 de agosto en perspectiva de construir unidad nacional y nuestro destino común como nación. Sin otro rédito que la honesta conformación de la ciudadanía del Estado nacional.

Guayaquil es una vertiente necesaria y fundamental de la construcción de nuestra nación diversa. Es una construcción urbana y una construcción territorial, que establece sinergias específicas de los factores de su economía y de las variables de su identidad. De formas diferentes en cada momento de la historia. Respetémoslas. Ahora asistimos a una de ellas. Por ejemplo, es puerto marítimo primado dentro del sistema de puertos del país, sin ser el puerto único. No es un puerto de especialidad como los mineros, fruteros o petroleros. Es un puerto que canaliza, a través de una sociedad moderna de servicios y conocimiento, la vocación exportadora de un territorio.

El Estado nacional fue el agente de conformación de la nación. Más aún bajo dominio de las Fuerzas Armadas. En las diversas etapas críticas del país. Pero hoy, en un momento crucial de la democracia, es cada vez más claro que el retorno del Estado equivoca su rumbo repitiendo la partitura del orden comprendido como control exacerbado del mercado. La manipulación excesiva del mercado ha derrotado a experiencias públicas de sanos propósitos. Ahora es el momento de la sociedad. De la sociedad nacional y de la sociedad local. Del aporte de la sociedad a la nación moderna, abierta, de igualdad de oportunidades. La sociedad ecuatoriana tiene la obligación de preservar las condiciones para que la sociedad guayaquileña festeje su razón de ser, su vocación territorial y su forma de pertenecer a la nación.

Como ecuatoriano, me molesta especialmente que coexistan “dos” fiestas julianas, una organizada por el Estado local y otra protagonizada por el Estado nacional.