Hacia finales del siglo pasado, varios economistas que se autocalificaban de heterodoxos luchaban incansablemente contra las políticas neoliberales. Veían a las privatizaciones, a la desregulación, a la apertura indiscriminada y a la reducción del papel controlador del Estado como medidas que incrementarían la pobreza, generarían desempleo y aumentarían la desigualdad. Independientemente de que aquellas políticas se aplicarán o no en su totalidad en Ecuador y que esos economistas tuvieran o no razón, lo cierto es que ellos advertían de posibles riesgos e incluso anunciaban un desastre inminente para el país.

Eran, hay que repetirlo, los años finales del siglo pasado. Apenas fueron necesarios siete años para que buena parte de esos economistas se hiciera cargo del manejo de la economía. Que lo estén haciendo bien o mal, que sus políticas sean muy diferentes a las que ellos criticaban o que sean idénticas a esas, son temas para otro momento. Lo que interesa por ahora es que ellos, esos mismos economistas heterodoxos, combativos, mediáticos y sueltos de palabra (aunque de muy escasa producción académica) deben congratularse de no haber tenido detrás de su nuca a un Cordicom. Sí, deben dar gracias de que a nadie se le ocurrió crearlo, porque de haber existido un engendro como ese el país jamás habría podido escucharles y no estarían donde ahora están.

Cabe suponer cómo habrían reaccionado esas mentes brillantes si en su tiempo se hubiera difundido un comunicado como el que ha circulado en estos días. Sin que exista por escrito el derecho a la resistencia, ellos lo habrían hecho suyo, porque difícilmente hubieran aceptado que una autoridad de tercera (ni una de primera) les advirtiera que “observa con preocupación la forma en que a través de diferentes medios de comunicación social vienen difundiéndose informaciones y opiniones (…) con afirmaciones sobre posibles “riesgos” en la estabilidad del sistema financiero”. Seguramente habrían lanzado una sonora carcajada, tanto por la forma como por el fondo del comunicado. Más habrían disfrutado al leer que “De forma prevalente circulan expresiones que, sin la debida constatación, contextualización y rigurosidad, han generado opiniones débilmente fundamentadas que podrían ocasionar inquietudes injustificadas”.

Seguramente, los economistas les habrían respondido a los aprendices de censores que su intención, no solamente como profesionales heterodoxos sino como ciudadanos y como seres políticos, era precisamente crear inquietud en la gente, hacerle ver los riesgos, advertirle de lo que podía venirse. Pero, si en el Consejo hubieran estado las mismas personas que lo integran actualmente difícilmente habrían encontrado un oído receptivo. Es que es imposible que puedan entender algo quienes sostienen, en renovada versión de las medievales verdades absolutas, que “los actores del sistema de comunicación social debemos generar un compromiso con la verdad”. Más difícil aún si son capaces de sostener que hay una (¿una sola?) “adecuada interpretación de la realidad” y que instan a los medios “a la práctica de opiniones éticas”, entendiendo que la crítica y la discrepancia afectan a principios éticos. Ahora, sin embargo, deben estar felices de haber sido ellos quienes lo crearon.