Un escritor llega a tener un vínculo como de parentesco cercano con sus personajes. Tal como ocurre con los relacionados reales, cualquier circunstancia que los evoque nos emociona. Eso me ocurre con el doctor Antonio de Morga, con el agravante de que no es una creación de ficción sino una persona que existió en carne y hueso, protagonista de una de las llamadas “novelas históricas”, por lo que me suelo cruzar con frecuencia con los pasos que diera en los caminos y calles de este país. Así me interesé vivamente en el libro Desde el silencio de la clausura, que trata sobre el Real Monasterio de la Limpia Concepción de Quito, puesto que el antedicho personaje, cuando fue presidente de la Real Audiencia, interactuó con frecuencia con esa institución y con las religiosas que la conformaban.

La obra, editada en una lujosa impresión a todo color, con abundante fotografías y reproducciones de documentos, ha sido dirigida por la experta en arte Sylvia Ortiz Batallas, al frente de un equipo multidisciplinario que analizó con detalle minucioso las principales facetas del monasterio. El acceso a los archivos conventuales, en los que se guardan documentos desde el siglo XVI, muchos de los cuales no habían sido vistos antes por ningún investigador, permitió, amén de la consulta en otras fuentes, hacer un retrato tridimensional y una radiografía de esta casa religiosa, que abarca la historia institucional, las vicisitudes de su arquitectura, el inventario de su riqueza artística, la crónica de la vida cotidiana de las monjas, su interacción poderosa con la sociedad de su tiempo, que se da en los planos religioso, social, político y económico. Un pequeño cosmos que refleja la sociedad que lo rodea, sobre la que, a su vez, influye en determinada medida. Surge así la imagen de una entidad muy significativa, que no en balde está ubicada físicamente en uno de los más simbólicos y estratégicos lugares de la ciudad de Quito, en plena Plaza Grande.

En estos tiempos causa sorpresa saber que en un cenobio de clausura todavía se desarrolla una vigorosa vida monástica, en aislamiento del mundo. En tiempos de disc jockey, mundiales de fútbol y sabatinas, la presencia de ese espacio de silencio, de oración y espiritualidad parecería un anacronismo. Pero no, es un organismo vivo cuyo modo de vida ordenado y discreto es una opción frente a la grosería tumultuaria que se encuentra en las mismas calles que lo rodean. De lo que se desprende de la lectura de este interesante libro, la existencia de las religiosas enclaustradas es cualquier cosa menos aburrida. A más de la incansable actividad, tanto en las labores materiales como en las obligaciones religiosas, el monacato contemplativo es en sí mismo un desafío con sus propias compensaciones y emociones. El vencimiento del cuerpo y el logro de las metas ascéticas proporcionan satisfacciones similares a las de un “deporte extremo”, sin contar con los dones espirituales cuyo conocimiento está reservado para esos pocos que los han palpado.