El fin del Mundial de Fútbol es, para millones de personas, el regreso a una realidad que permaneció escondida durante más de un mes tras la pantalla del televisor. Por muchas razones, que han tratado de desentrañar psicólogos, sociólogos y toda una serie de especialistas en las más raras disciplinas, ese deporte consigue lo que los publicistas y los políticos buscan afanosamente y nunca lo consiguen. El embrujamiento de la población, en esa magnitud, no lo han logrado ni los más hábiles encantadores de serpientes que en el mundo han sido y siguen siendo. Ni siquiera quienes cuentan con los más sofisticados recursos comunicacionales y publicitarios llegan a alcanzar ese nivel. Tanta es su incidencia que en ella terminamos envueltos incluso quienes no somos seguidores del fútbol y no nos importa si una selección nacional gana, pierde, empata, se clasifica o es eliminada.

Que el mundo queda suspendido mientras todo ello ocurre, gustan decir los comentaristas deportivos con la exageración y la desmesura que los caracteriza. Pero alguna razón tienen, como se vio en nuestro medio cuando se evitó exponer la imagen de la magna figura en las sabatinas de las semanas decisivas. Los expertos asesores saben que hasta el invencible tiene asegurada una derrota si se pone a competir en horario y en pantalla con el evento mundial. Mejor acudir a los suplentes y dejar que ellos se fogueen en un partido que nadie verá.

Pero, como todo encantamiento, también este tiene un despertar. La realidad vuelve a mostrarse tal cual es, sin los colores en las caras, sin las camisetas que otorgan identidades, sin los ritos de acción colectiva que disuelven la individualidad en la masa del graderío o del bar. “Y con la resaca a cuestas/ vuelve el pobre a su pobreza/ vuelve el rico a su riqueza/ y el señor cura a sus misas”: es el fin de la fiesta, en palabras de Joan Manuel Serrat. Es el chuchaqui, en términos criollos.

A partir de este lunes la realidad, en este rincón del mundo, se presenta como una propuesta de reformas constitucionales, otra de código para el sector financiero y el rápido crecimiento de las cifras del endeudamiento público. Es un coctel tóxico que no sirve para curar la resaca, sino más bien para agudizarla y mantener sus efectos por más años que los que durarán los gobiernos de las mentes lúcidas. Es un brebaje que tomarán todos los habitantes, el pobre y el rico de la canción, aunque millones de ellos no sepan que lo están bebiendo y no sientan su sabor desagradable. Cuando les lleguen los efectos será tarde y no habrá antídoto eficaz. Para ellos, que seguramente son mayoría, la fiesta continúa, ya no con el Mundial sino con el pavimento de las carreteras, el alto precio del petróleo y el generoso gasto público. Recién cuando caiga la dolarización, que hacia allá apunta el timón, podrán hacer un coro triste con Serrat: “Vamos bajando la cuesta/ que arriba en mi calle/ se acabó la fiesta”.