La isla de Merlín o el mundo al revés es el título de una ópera de Gluck que nos sirve bien para este artículo, porque por el espacio de un mes el mundo estará sumido en un vórtice de frivolidad que hará olvidar, incluso a espíritus refinados, todas las otras manifestaciones de la actividad humana. Cada cuatro años el planeta se pone patas arriba y se hunde en un remolino de banalidad cuyas dimensiones, cualquiera sea la explicación que se le encuentre, no son justificables. ¿Es el signo de estos tiempos? No sé, probablemente el absurdo sea la posición natural del género humano y somos necios los que creemos que debe ser de otra manera. En todo caso, arrastrados por este vendaval de sosería, nos olvidaremos de que en dos semanas se conmemorará el tercer centenario del nacimiento de Christoph Willibald Gluck justamente.

Este compositor nació en Baviera. Fue una figura clave para iniciar el periodo musical denominado “clásico” superando el barroco. Su genio artístico es innegable, pero además como pocos compositores tenía un claro concepto, un verdadero credo estético, que lo llevó a innovar la música, especialmente en el género operístico. Participaba de las doctrinas del filósofo Juan Jacobo Rousseau y de su idea del “retorno a la naturaleza”. Contó con la colaboración del poeta Ranieri de Calzabigi para escribir libretos con su propia intensidad dramática, con lo que la trama historial volvió a ser el eje de este arte. Hasta entonces los libretos y, cabe decir, toda la actividad operística habían estado sometidos al lucimiento de los cantantes, quienes estaban solo preocupados de mostrar su virtuosismo y capacidad para las acrobacias vocales. Esto había llevado a una ópera repetitiva y exhibicionista que mantenía a los públicos alejados de los teatros. Gluck lo expresó con claridad que había despojarse de “todos estos abusos... que durante tanto tiempo han desfigurado la ópera haciendo del más espléndido y bello de los espectáculos el más ridículo y tedioso”. Así, aparte de componer operas tan delicadas como Alceste y Orfeo y Euridice, ejercería una importante influencia sobre Mozart, con lo que se abrió camino a la Edad de Oro de la música.

Todo esto convierte a Gluck en una figura revolucionaria y fundamental no solo de la música, sino del arte en general, pues sus ideas se pueden extrapolar legítimamente a toda la actividad cultural. Las artes deben concentrarse en su mensaje, ser vehículo de contenidos, en un plano estético claro está, no político ni nada similar. Cualquier figura debe estar justificada para facilitar la comprensión de una premisa y no para exaltar el ego del ejecutante, y mucho menos para complicar el entendimiento de la obra. Las artes modernas han abandonado estos honestos principios y, en lugar de ponerse al alcance del público, se dedican a complacer a catervas de curadores y críticos, lo que mantiene a los grandes grupos alejados de las salas de conciertos, bibliotecas y galerías, y explica en parte el sobredimensionamiento del espectáculo de los estadios.