Las reformas a la Ley de Seguridad Pública y del Estado se hicieron en mal momento. Cuando está flotando la advertencia de una posible intervención en Sarayacu, es inevitable que el mal pensamiento, ese que dicen que siempre acierta, vea una relación clarísima entre ambos hechos. Es probable que no haya sido así y que en realidad las reformas hubieran sido preparadas durante largos meses, como han sostenido en su descargo algunos asambleístas del movimiento gobiernista. Entonces, la coincidencia con el otro hecho se explicaría por la falta del sentido de oportunidad (el timing dirían los asesores políticos). Pero es difícil aceptar esto cuando se trata de personas que ya cuentan con tanta experiencia política como la que tenían sus antecesores de la partidocracia. En consecuencia, tal vez sea más acertado suponer que la selección del momento constituya en sí misma un mensaje político y a la vez la entrega de un poderoso instrumento para la intervención anunciada.

Pero no es el único ni el principal efecto de la confluencia de los dos hechos. El asunto de fondo, que quedó fuera del debate precisamente por la priorización de lo coyuntural, es la participación de las Fuerzas Armadas en la seguridad interna. Este es un tema que afecta a los principios básicos de la estructuración del Estado y por tanto sorprende que se haya tratado con tanta superficialidad como se lo hizo en esta ocasión. Es comprensible que muchas de las personas que llegaron por arrastre a la Asamblea desconozcan estos aspectos –como desconocen cuáles son los ingredientes de una simple tortilla–, pero es inadmisible que actúen de esa misma manera quienes sí los conocen y que incluso alguna vez escribieron sobre esto. Se puede entender y aceptar que hayan cambiado de opinión, pero no que eludan tratarlos con la seriedad que se merecen.

La reforma introducida con tanta liviandad altera en lo sustancial la definición de la misión fundamental de las Fuerzas Armadas. Según el artículo 158 de la Constitución, esta es “la defensa de la soberanía y la integridad territorial”. En cambio, la “protección interna y el mantenimiento del orden público” son funciones de la Policía Nacional. Que los integrantes de cada una de ellas vistan uniformes y que porten armas no significa que sean equivalentes, que sirvan para similares objetivos o que tengan funciones intercambiables. La formación de unos y otros es radicalmente diferente porque son cuerpos que están constituidos para misiones muy específicas.

En el caso concreto de las Fuerzas Armadas, la razón de ser es la lucha contra un enemigo externo, como se desprende de la alusión a la soberanía y a la integridad territorial. Esa definición y, consecuentemente, la formación de sus integrantes se derivan de la noción de guerra como eliminación del enemigo (más cerca a Calusewitz que a Sun Tzu). Destinarlos a la función de seguridad interna no puede justificarse como un error por desconocimiento. Más bien huele al retorno de los tiempos del imperio de la nefasta doctrina de la seguridad nacional propia del gorilismo latinoamericano.