Para quienes fuimos sus amigos cercanos, la partida de Raúl Baca nos deja un dolor que solamente podrá mitigarse con la satisfacción de habernos podido beneficiar de su amistad. Hablar sobre sus virtudes personales requeriría de algo más que una columna periodística, como lo saben todos quienes lo conocieron. El hombre íntegro y honesto que se desempeñó en la política nacional tenía como base a una persona que hizo de la ética una brújula a lo largo de su vida. No hubo en él esa ruptura tan usual en nuestro medio entre el hombre público y la persona de carne y hueso. Por ello, hablar de Raúl como político es a la vez hacerlo sobre el ser humano. En ambos aspectos deja una misma enseñanza acerca de la coherencia, la lealtad, la integridad y la honradez.

En lo político, hombres como él actualizan el tema de la importancia de las personas en la historia. Sus acciones a lo largo de más de tres décadas en la política ecuatoriana son una muestra de que las decisiones de los individuos tienen un peso determinante en la definición del rumbo de los acontecimientos. Más allá de las condiciones estructurales, de los factores culturales y de las constricciones institucionales, las personas pueden escoger el camino y llevar a unos resultados o a otros. Es la combinación de fortuna y virtud, de la que hablaba Maquiavelo o la ética de la responsabilidad, a la que se refería Weber.

Raúl Baca se enfrentó innumerables veces a situaciones en las que se jugaba el futuro del país. Sería largo enumerarlas, pero valgan dos ejemplos que ilustran lo que habría sucedido en caso de adoptar decisiones diferentes. La primera, como presidente del Congreso Nacional y en unánime acuerdo con sus compañeros de Izquierda Democrática, evitó el enfrentamiento que buscaba el entonces presidente de la República por el nombramiento de jueces de la Corte Suprema de Justicia. El dilema se planteaba entre la confrontación y la conciliación. Se impuso esta última porque, como lo explicaba detenidamente el propio Raúl, la democracia era el bien superior que se debía preservar. La confrontación habría acabado con esa ilusión que apenas tenía un lustro de vigencia en el país.

La otra ocasión, que tuvo un desenlace contrario, fue cuando ocupó su último cargo como ministro. Él trató de mitigar los temores del presidente de ese entonces a un juicio político que era absolutamente improbable e imposible. Presa del pánico, el mandatario escogió el camino del enfrentamiento. Baca, fiel a sus principios, dejó el cargo. La historia le dio la razón, cuando el ofuscado gobernante propició la destitución de la Corte de Justicia. Finalmente, cayó el gobierno y la democracia salió seriamente golpeada. Las consecuencias se arrastran hasta ahora.

Mucho más hay para decir acerca de este hombre que sintetiza el deber ser del político y del ciudadano. Su opción por la militancia socialdemócrata fue la vía más adecuada para expresar ese equilibrio entre la tolerancia como norma de vida y su infatigable anhelo de justicia social.