Las últimas semanas las he dedicado a leer sobre Giordano Bruno, un personaje fascinante. Nacido cerca de Nápoles, aunque fue fraile dominico y doctor en Teología, siempre se caracterizó por sus puntos de vista inusitados. Acosado por sospechas de herejía huyó del convento. Vagó por Italia y Francia, llegó a Ginebra, dominada entonces por Calvino, el intolerante reformador protestante, con quien tampoco se entendió y tuvo que fugar. Decía conocer un arte de la memoria, que interesó a los soberanos de Francia, Alemania e Inglaterra, en cuyas cortes fue recibido. A más de sus ideas heterodoxas en religión, sostuvo opiniones sobre física y astronomía que entonces parecían blasfemas, como que la Tierra gira alrededor del Sol, que este es solo una más de las infinitas estrellas que hay en el Universo y que la materia está compuesta por átomos. No era astrónomo ni un gran matemático, sino una poderosa mente analítica que por inducciones llegó a sorprendentes descubrimientos. En una carta, Kepler le dice a Galileo que Bruno se le adelantó en conclusiones a las que el astrónomo italiano llegó tras intensas observaciones.

Un magnate loco y mediocre lo denunció a la Inquisición de Venecia y esta lo entregó a su correspondiente de Roma. El brazo represivo de la Iglesia se las vio duras con este pensador sobresaliente y bien relacionado. Tras ocho años de prisión fue condenado a la hoguera, a la que entró sin arrepentirse. Los defensores de la Inquisición suelen decir que no fue condenado por sus ideas cosmológicas, sino por sus convicciones teológicas, indudablemente heréticas. Entonces, ¿estuvo muy bien quemarlo? Quien dirigió el proceso contra Bruno fue Roberto Belarmino, el mismo inquisidor del proceso contra Galileo. Y este sí fue juzgado por sus teorías científicas de las que se retractó penosamente. Belarmino fue declarado santo en año tan reciente como 1930 y se le reza en los altares... Los valedores de Belarmino quieren exculparlo sosteniendo que el astrónomo solo estuvo en prisión domiciliaria y que no se lo torturó... solo “le mostraron” los instrumentos de tortura. Entonces, ¿a eso sí tenían derecho?

Mientras mi mente vagaba por los siglos de Bruno y Galileo, en el Ecuador se presentaba una denuncia contra dos diarios y un periodista, basada en esa graciosa figura legal del “linchamiento mediático”. Los dos medios fueron eximidos pero se inició el proceso contra el distinguido comunicador, poeta y abogado. La descabellada acusación debió ser “inadmitida” (¡qué linda palabra!) de entrada por la Superintendencia de Comunicación, pero no, se le dio curso, para desecharla a los pocos días. Esta acción sin asidero en derecho parecería ser una ligereza que, al fin y al cabo, se corrigió en seguida. Pero pienso, quizá influido por mis anacrónicas lecturas, que tuvo el claro propósito de intimidar a uno de los más influyentes críticos del poder “mostrándole los instrumentos” durante unos días de zozobra. Si la Supercom busca un santo patrono me permito sugerirles a San Roberto Belarmino.