No se necesitan sesudos estudios para demostrar que varios programas de televisión constituyen una agresión a varios grupos sociales. Sectores que en Ecuador son minoritarios (población negra, indígenas, colectivos GLBTI) pero también mayoritarios (mujeres) son tratados con estereotipos denigrantes. Los diálogos, las imágenes, la expresión corporal de quienes los interpretan, en fin, todos los elementos concurren para expresar y reproducir una visión excluyente, homofóbica, machista e intolerante. Es tan evidente esa realidad, que la primera reacción de quienes se sienten aludidos es pedir a gritos la censura. Así lo han hecho algunos grupos organizados y una asambleísta, sin detenerse a pensar que el problema no es tan sencillo ni la solución puede venir de ese lado.

No puede porque, como ya lo han planteado muchas personas, en situaciones como esta se produce una tensión entre la libertad de expresión y los derechos de las personas o de ciertos grupos. En un Estado de derecho no se puede sacrificar la libertad –de todos– por los derechos –individuales, de algunos o incluso de todos–, pero sí deben existir los instrumentos adecuados para que las personas afectadas puedan hacer respetar esos derechos. Desde el debate y la deliberación hasta los procesos en el campo civil, debe haber una gama amplia de recursos para su resolución sin la intervención del Estado. Acudir a este significaría implantar la censura y la represión, lo que nos pondría fuera del ordenamiento democrático.

Por otra parte, si el análisis se restringe al contenido de esos programas nos quedamos en la superficie del problema. Está bien desentrañar su carga ideológica y de prejuicios, pero al tema de fondo solamente se puede llegar si se hace una trayectoria que va desde la explicación de la numerosa audiencia con que cuentan, hasta entrar en las conductas y prácticas diarias de gran parte de la población ecuatoriana. Es un error pensar que esos programas son solamente la expresión de pésimos guionistas, de cómicos que no pueden ir más allá del chiste burdo o de empresarios (privados o estatales) preocupados solamente del negocio. Hay que poner la mirada en la sociedad. De nada servirá censurarlos si en la vida diaria o, como ocurre cada semana, en la mañana del sábado se repiten esos estereotipos.

Finalmente, sorprende que quienes han sufrido la censura en carne propia hoy la pidan. La población negra (sí, negra, como la llamaron orgullosamente Fanon, Estupiñán Bass, Adalberto Ortiz, Preciado) y los grupos GLBTI la han sentido de manera directa e indirecta. La asambleísta fue obligada a callar por un largo mes cuando expresó su opinión. Sus propias experiencias deberían llevarles a pensar en soluciones que sean a la vez democratizadoras y efectivas. Eliminar esos programas no cambiará su realidad y ni siquiera la mejorará parcialmente. Simplemente la ocultará. Quizás deban preguntarse más bien por la manera de ganar espacios en los medios con productos que desplacen a estos de mediocridad comprobada. La exclusión y las demás taras no se combaten con censura, como tampoco se logra igualdad al maquillar el lenguaje.