En pocas semanas visité por lo menos un día varias ciudades, con poblaciones entre los quince mil y los dos millones y medio de habitantes. Están en varios países, con diferentes niveles de desarrollo, de diversa cultura. Incluyo a Guayaquil y Quito entre ellas. Algunas exhiben logros urbanísticos notables, otras son verdaderos desastres. Pero todas, todas, comparten un problema: exceso de automóviles. En bellas urbes, con milenarios centros históricos bien conservados, con espléndidos monumentos y bellos panoramas, comienza a ser difícil hacer una fotografía en la que no se cuele la frustrante silueta de un automotor. En todas las zonas hay que dedicar áreas para parqueaderos, que no son nunca paradigmas de estéticas. Persisten los atascos y el tráfico pesado en las metrópolis, pero también en las pequeñas villas. Súmese a ello el tema de la contaminación atmosférica. El automóvil por familia rebasó los límites de la clase media y no se puede negar a las clases populares esta comodidad.

Se han ensayado numerosos sistemas represivos para disminuir el impacto de la marea motorizada, que el pico y placa, que el mínimo de pasajeros y otras, pero leo, me cuentan y lo constato, que no provocan la disminución significativa de la presencia de vehículos y sus consiguientes perjuicios. Las recetas fáciles, tal la petonización sistemática de calles, traen efectos contraproducentes, como la tugurización de las zonas afectadas, que son tomadas por el lumpen, con las secuelas previsibles de inseguridad, suciedad y degradación. Me dicen que la permisión de vehículos en los centros históricos es indispensable para mantenerlos vivos. La gente de estratos productivos e integrados que vive en esos espacios cree que tiene derecho, y lo tiene, a llegar en su carro hasta su domicilio o negocio.

Indudablemente la mejor medida para contener la invasión masiva de las calles por vehículos particulares, es la provisión de excelente transporte público combinado con seguridad... sin esta última todo lo demás es desperdiciar dinero. Si te asaltan al salir del metro o te quitan la cartera en el trolebús, evitarás al máximo usar esos medios. En trayectos cortos, digamos, cinco cuadras hasta el supermercado, se debería ir a pie o en bicicleta, lo que no es posible si sabes que dos esquinas más allá para una banda de malandros. Pero he estado en este periodo en ciudades bastante seguras, con rutilantes metros, eficaces trenes de cercanías, buenos buses... y, sin embargo, el problema persiste. La clave se me escapa, es más honesto en una columna plantear un problema evidente que dárselas de profeta y proponer olímpicas soluciones. No es un tema que haya que dejárselo solo a los urbanistas e ingenieros de tránsito, muchas variantes psicológicas y sociológicas están implicadas. La tecnología todavía tiene que ofrecernos una solución que compagine el interés colectivo con la necesidad individual. Hay que evitar parecer apocalíptico pero, tal como vamos, nos acercamos al momento en que habrá que decidir: ciudad o automóviles, disyuntiva que a nadie deja satisfecho.