Como mandan las reglas de la neolengua, que no dice lo que todos ven sino lo que deben ver, una derrota no es una derrota, es un revés. Y, como corresponde a quien nunca se equivoca, el revés es culpa de los otros, de los que por su cuenta y riesgo, sin consultarle a él, tomaron las decisiones. En esas condiciones, no importa que pocas horas antes él hubiera sostenido que la derrota sería de todo-todito su proyecto político y que la ingobernabilidad estaría a la vuelta de la esquina (la esquina que comparte con el Municipio). El final apocalíptico, anunciado hasta el mediodía del sábado, desapareció por arte de magia en la noche del domingo cuando nos enteramos de que lo único que se había perdido eran unas cuantas alcaldías y que solo había un pequeño problema de sectarismo. No importa que esas alcaldías correspondieran a la mayoría de capitales provinciales, a las ciudades más grandes del país y a localidades en que cualquier resultado tiene enorme valor simbólico. Es que la gente que nunca se equivoca tampoco puede ser derrotada. Por eso, solo se trata de un revés producido por unos despistados que no siguieron la línea correcta.

Sabido es que al otro lado de un revés está el derecho, pero en tiempos de equidad de género en cada revés hay una derecha. En este caso hay dos, la de adentro y la de afuera. Casualidades de la vida, ambas resultaron ganadoras. La de afuera porque con membretes diferentes obtuvo, entre otras, las alcaldías de las dos ciudades más pobladas del país (aunque en una de ellas es obvio que la votación no le pertenece porque el voto en contra no es propio ni significa apoyo estable). La derecha de adentro, la que forma el círculo íntimo, debe festejar alegre pero íntimamente la derrota –perdón, el revés– de la izquierda de los corazones ardientes. Sin siquiera haber participado, esa derecha interna se alza con el mayor triunfo de estas elecciones, porque cada vez está más cercano el día en que no tendrá que convivir con los infantiles que pasaron por los movimientos sociales, que mantenían alguna relación con las bases populares y que encarnaban los últimos suspiros de la utopía de Montecristi. Silenciosa y calculadora, esa derecha esperó que los otros se suicidaran, dejó que el líder se jugara a fondo en una estrategia dibujada con los pies y, en una lección de realismo y eficacia, ahora tiene todo lo necesario para cosechar contratos con nuevas matrices productivas.

Como estaba previsto, estas elecciones iban a marcar un antes y un después. Se acabó la imagen del campeador invencible y comenzó a poblarse el campo electoral con otras agrupaciones políticas (incluso con sucursales, como los que avanzan con mucha seguridad). Frente a esto, por paradójico que parezca la única garantía para la continuación del proyecto político es incrementar el personalismo aplicado hasta ahora, pero en dosis mucho más altas. La reelección es un imperativo de la derecha triunfadora, la de adentro.