En la vida de los países no hay recetas, pero sí experiencias y principios fundamentales que muestran tendencias y senderos. Sobre todo hay sociedades que aprenden y otras no. Argentina está desgraciadamente en esta última categoría, al menos desde mitad del siglo pasado. Constantemente se repite a sí misma, como espejo de una misma caricatura. Cada década vuelve la misma historia, las mismas crisis.

Uno, restricciones. Se restringe el comercio internacional y los movimientos de capitales, como si fueran causa y no simplemente una consecuencia de los problemas. Las restricciones en lugar de apoyar una solución, profundizan desajustes y desequilibrios, porque los gobernantes tienden a olvidar (o lo saben, pero intentan convencer a la población de lo contrario) que los intercambios internacionales son una medalla de dos caras (exportaciones e importaciones), al intentar restringir la una inevitablemente se termina achicando la otra, y que al limitar la salida de capitales lo que se consigue es limitar también su ingreso (a nadie le gusta ir donde no le dejarán salir... ¡salvo ciertas fiestas realmente animadas!).

Dos, especuladores. Cuando la economía no funciona y hay enorme incertidumbre, las personas normales (usted, yo, todos) intentan proteger sus ingresos y patrimonio, de distintas maneras: teniendo dólares en lugar de moneda local cuyo inevitable destino es la devaluación, subiendo precios antes que sus proveedores suban los insumos o que los compradores desaparezcan, pidiendo aumentos de sueldos más fuertes y frecuentes. Nada más normal... pero esa normalidad se termina llamando especulación, sancionada. Los problemas de las malas políticas estatales se convierten en justificación para la persecución estatal: los agentes en su vivienda verificando que no tenga dólares guardados, persiguiendo al empresario que sube los precios, claro, nunca se dan la vuelta para perseguir a los reales culpables: los propios gobernantes.

Tres, nunca las políticas públicas son la causa... aunque sí lo son. El problema básico es simple: cuando se empuja la capacidad de consumo por encima de la productividad media, la economía se rebela. Es decir, cuando los salarios son superiores a la producción media de cada hora de trabajo, y por igual se manipula la tasa de interés para que fluya crédito fácil, o el tipo de cambio para abaratar importaciones o se controlan precios para que la población acceda a bienes y servicios supuestamente baratos. Igual cuando el exceso de regulaciones, controles e impuestos frena la inversión y producción: en Argentina alegremente se pusieron nuevos impuestos a la exportación (ejemplo, la soya) para financiar los enormes gastos estatales (que superan el 40% del PIB), se estatizaron forzosamente los fondos de jubilación privados (el Estado se tomó el patrimonio futuro que las personas habían decidido poner en otras manos). Finalmente, se usó la máquina de dinero del Banco Central para financiar a ese obeso, que reparte prebendas pero cuyo aporte a la productividad es mínimo, pretendiendo que eso no generaría ni devaluación ni inflación (claro que la manipulación de las cifras supuestamente ayudaba a disimularla)... En definitiva, el consumo destruyendo el patrimonio. Con todo esto, ¿podía Argentina evitar una nueva crisis?