Por razones diferentes y desde distintos ámbitos, los medios de comunicación de Ecuador y Perú están seriamente amenazados. Allá se debate sobre los efectos negativos que se derivarían del control de un altísimo porcentaje del mercado de la prensa escrita por parte de un solo grupo. Acá se discute sobre la persecución a un caricaturista y a las personas que intentan conformar una agencia de prensa. En el primer caso, el riesgo viene desde el mercado, mientras en el segundo viene desde el Estado o, con más precisión, desde el Gobierno. El rasgo común de ambos es que son claras amenazas a la libertad de expresión porque, utilizando diversas vías, buscan limitar el pluralismo y la diversidad de puntos de vista. Por tanto, en los dos se configuran situaciones negativas para la consolidación de sus respectivos regímenes democráticos.

En Perú, el consorcio que publica el diario El Comercio está a punto de adquirir una empresa que edita un alto número de periódicos regionales y locales. Si lo hace llegaría a controlar más del ochenta por ciento de los medios escritos de ese país. Esto ha abierto la discusión sobre la posibilidad de establecer controles sobre ese mercado. Quienes apoyan esa medida sostienen que, de la misma manera que se hace con la entrega de las frecuencias para radio y televisión, el Estado debe intervenir o regular el número y el tamaño de los medios escritos. Quienes se oponen dicen que eso abriría la puerta a la censura y al manejo político por parte de los gobiernos.

En nuestro país el tema central no son las regulaciones estatales al mercado mediático, sino directamente a los contenidos y, últimamente, a la creación de nuevos medios de comunicación. La persecución a Bonil apunta directamente a sancionar la opinión. Es probable que no prospere por la ausencia de bases o de justificaciones y, sobre todo, por el efecto negativo que tendría en el plano internacional una acción ridícula como esa. Pero ya está definida la línea, está enviado el mensaje para que se sepa cuáles son los límites de la opinión. Por su parte, al darle prácticamente el carácter de delito a la iniciativa de Martha Roldós y Juan Carlos Calderón queda establecido que para perseguir y sancionar se pueden utilizar mañosamente no solamente las leyes y las instituciones de justicia, sino también la manipulación de la opinión pública. Lo realizado por los medios controlados por el Gobierno no tiene otro nombre que una canallada y es un claro intento por cerrar los espacios a la diversidad de opiniones. Ni siquiera es necesario discutir sobre el control o la libertad de mercado, ya que el asunto se resuelve enlodando a las personas, como lo hacían –¡qué casualidad!– los medios peruanos durante la dictadura de Fujimori.

Sobre ambos países sobrevuelan las amenazas a la libertad de opinión. Para enfrentarlas hay que superar la vieja discusión que contrapuso a la izquierda y la derecha sobre el Estado y el mercado en el campo de los medios. El problema es más grave.