La mayor parte de los jóvenes quiteños solo deben haber oído hablar de dos clases de chullas, uno es el “chullita” de la canción y las otras son mujeres de costumbres ligeras. Respecto de estas últimas, el adjetivo ha adquirido una fuerte connotación de disoluta, que inicialmente no tuvo. Quizá los muchachos más ilustrados han leído El chulla Romero y Flores, sin duda la mejor novela de Jorge Icaza, que construye un arquetipo de este personaje. También parte de la nueva generación habrá oído a sus padres y, con seguridad, a sus abuelos usar la palabra “chulla”, en el sentido de impar, incompleto o solitario. Nunca he oído a alguien nacido después de 1990, digamos, usar de esta manera el vocablo que proviene del kichwa shuk’lla, cuyo significado literal viene a ser “uno no más”.

La adopción de la palabra kichwa originalmente se la hizo para aplicársela a personajes como el chullita de la canción o el de Icaza, aunque la primera dice poco o nada, porque describe la ciudad y no al tipo humano, excepto que “la vida se pasa encantado”. Por su parte, el gran escritor más que hacer un retrato crea un esperpento, en el sentido de deformación de la realidad, realzando sus rasgos grotescos. La más antigua mención documental de esta clase de persona está en los artículos de José Modesto Espinosa, recopilados en 1899, pero que se publicaron originalmente en las décadas anteriores. Espinosa habla de los “chullalevas”, refiriéndose con ello a la naciente burocracia y a una incierta clase media formada por oficinistas de varias clases. Hombres pobres que debían vestir de señor, para lo que a lo mejor solo tenían una leva, que es una chaqueta similar a la que actualmente se usa en el jaquet de etiqueta, pero que en ese entonces era prenda de uso ordinario. Una leva “no más” que por el uso perdía su color original y brillaba de puro gastada. Espinosa recoge la connotación peyorativa que tenía entonces el adjetivo “chullaleva” y que, de muchas maneras, conservó cuando devino en la apócope “chulla”. Con similar sentido el vocablo también aparece en la novela Pacho Villamar, de Roberto Andrade, publicada al amanecer del siglo XX.

Casi siempre usada como agravio, la palabra es sin duda una reacción de la aristocracia quiteña ante el surgimiento de una nueva clase que le resultaba inclasificable y, por tanto, indominable. A lo largo de toda la época colonial se advierte la existencia de estratos medios, fundamentalmente mestizos, pero hacia finales del siglo XVIII algunos de sus elementos muestran cierta educación que los valida para ocupar cargos burocráticos, ejercer profesiones y dedicarse al pequeño comercio. Sin duda Espejo, Quiroga, Morales y otros próceres quiteños de extracción media fueron despreciados quién sabe si ya con el calificativo de “chullalevas” o con otro similar que quería denominar al mestizo con pujos. Las referencias coloniales a los grupos medios con mucha frecuencia demuestran prevención por su turbulencia, puesto que fueron los protagonistas principales de todas las insurrecciones urbanas desde la misma Revolución de las Alcabalas, a finales del siglo XVI. Con la independencia, las rígidas clasificaciones estamentales de la Colonia perdieron valor legal, y aunque seguirán pesando en la mentalidad de la sociedad quiteña hasta el día de hoy, quedó abierta la puerta para que el mestizo, premunido con su “chullaleva” pretenda forzar los linderos de las clases.

En su intento de alcanzar el paraíso, algunos chullas recurrirán a pequeños fraudes y vivezas, tal como Icaza retrata al suyo, pero no se puede decir que su condición dominante haya sido la falsía. Sí en cambio lo será el cultivo de la conversación agradable, de las buenas maneras y, sobre todo, de un agudo sentido del humor, herramientas de las que se valdrá para su propósito de ascender. Es allí donde surge la “sal quiteña”, correlato absoluto del chulla, un humor al que no le falta cierto dejo de cinismo y aún de amargura surgidos ante las infranqueables murallas del prejuicio. El humorismo no es una virtud de marqueses, pero tampoco de la plebe, su origen está en esos sectores que, mientras esperan la oportunidad que los redima de la precaridad de sus desteñidas levas, urden sátiras, burlas y apodos, muchas veces riéndose de su propia y tambaleante condición. No poco del temor que el chulla provoca en los grupos poderosos está en su dominio de la más poderosa de las armas: la palabra, capaz de herir profundamente almas y corazones. Así, la mayor pesadilla de un aristócrata quiteño será que su hija se case con un chulla, hábil para el requiebro y el piropo (arte actualmente tan proscrito como la tauromaquia), que disfrazado de payaso en la fiesta de Inocentes divertirá y zaherirá con sus temibles “lecciones”.

La chulla surgirá unas décadas después de que su contraparte masculina, pero tendrá un similar origen. Las mujeres de estratos medios que salen a trabajar o que en todo caso, amparadas en la modernidad, ya no permanecían confinadas en el claustro de su casa. La mera existencia de oficinistas y dependientes de comercio de por sí será motivo de escándalo para la mentalidad tradicional y aristocratizante. Por eso, no mucho ha la trayectoria ideal de una chica de buenas costumbres era que trabajase por unos años, hasta pescar un marido cuyos ingresos le permitirían reintegrarse al seno del hogar que era su “lugar natural”. Pero pronto a estas mujeres su relativa independencia económica les facultará llevar una vida más conforme a su voluntad que a los prejuicios. Es de allí de donde proviene la connotación de libertina que tiene la palabra cuando se la usa en femenino. Por supuesto que este personaje tampoco surgirá de la nada, igualmente en las crónicas de los siglos anteriores ya se habla de la liviandad de las mujeres mestizas o de estamentos medios, que no estaban sujetas a la servidumbre, como las indígenas, ni permanecían encerradas en sus casonas como las aristócratas. Igualmente, en todas las rebeliones serán feroces protagonistas, así lo sostienen documentos. No me cabe la menor duda de que a Manuela Cañizares y otras mujeres metidas en política y en otras “cosas de varones”, los defensores del rey y de las buenas costumbres las habrían calificado de “chullas” de existir entonces la palabra, aunque eran corrientes términos con la misma intención insultante. Claro está que una ilustre matrona quiteña preferirá las llamas del infierno, tal cual se pintan en el cuadro de La Compañía, antes que un vástago suyo “se case con una chulla”.

Muchos de los factores de lo que se llama la modernidad determinan que estos personajes desaparezcan. En la actualidad, en la jamás franciscana ciudad, las mujeres pueden salir por las noches, maquillarse e incluso vivir solas, conductas que medio siglo atrás le habrían merecido el escandalizado mote de “chulla”. Hoy esta palabra, en femenino, es un huero epíteto. Igualmente, en el caso de “el chulla”, la modernización de la sociedad tornó imprecisos los bordes que separaban las clases. Los viejos prejuicios no han desaparecido, pero ceden ante la fuerza del dinero y la influencia política. Ese personaje “en el borde” que constituía el chulla no tiene sentido si no existen los bordes. La clase media ya no constituye una excepción, sino que es el estrato dominante en la ciudad. El chulla dicharachero, farrista, ocurrido, bohemio y oportunista ya no necesita de sus viejas artes para sobrevivir, pues el grupo al que representa ya tiene su lugar en el entramado social. Se ganó dignidad, ciertamente, pero se echan de menos su humor, su gracia y también su tragedia, porque por más que así cantemos, no se pasaba la vida encantado, como lo demuestra la obra de Icaza... en las canciones, las novelas y los recuerdos, las chullas y los chullas nos hacen señas desde el siglo pasado, cuyo final no lograron trasmontar.