La categorización de las universidades no constituye el cierre de una etapa, sino la apertura de muchos debates. El primero de estos trata sobre los criterios utilizados, que siempre serán discutibles porque cualquier decisión que se tome al respecto responderá a una forma específica de entender a la universidad. En esta ocasión han optado por una perspectiva que podría ser calificada como cercana al positivismo, aquella corriente que toma como modelo a las ciencias exactas. Es, sin duda, la visión imperante en buena parte del mundo, especialmente en donde predomina la influencia norteamericana. Esto lleva a pensar que, en este sentido, primó el pragmatismo por encima de las consideraciones ideológicas y que el objetivo sería insertar al mundo universitario nacional en la comunidad académica estructurada a imagen de la gringa.

El segundo debate alude a los rangos internos de cada una de las categorías. Por el momento, las autoridades han preferido dar a conocer solamente las categorías (A, B, C y D), mientras mantienen los rangos o puntuaciones en reserva. Esto impide conocer las diferencias que existen entre las universidades que se encuentran dentro de una misma categoría. No se trata de un asunto secundario, ya que hay gran distancia entre una universidad que, por ejemplo, se encuentra en la categoría A por el número de doctores de su planta docente y otra que está allí por la cantidad y calidad de sus investigaciones o, incluso una tercera, que está por el equipamiento y la infraestructura. Los rangos y el valor ponderado de cada uno de ellos son un complemento indispensable de las categorías y, por ello, deben ser difundidos como lo fueron estas, para que la comunidad tenga todos los elementos adecuados para la valoración y para las decisiones que debe tomar en el momento de escoger una universidad.

Un tercer tema, que en parte se deriva del anterior, es que, de acuerdo con la información proporcionada hasta ahora, parece que nos encontramos frente a un mundo universitario que está muy alejado de la investigación. El énfasis casi exclusivo en la enseñanza (en la docencia, desde el punto de vista de los profesores) nos habla de una universidad situada por lo menos dos siglos atrás. En consecuencia, es mínimo el impacto que debería tener la universidad en la vida de la sociedad y que debería expresarse –de manera fundamental aunque no exclusiva– a través de los aportes en revistas especializadas, en registros y patentes, así como en aportes en ciencia y tecnología.

El cuarto tema es que esta clasificación demuestra el escaso peso que tiene la diferencia entre universidades públicas y privadas o, con mayor precisión, entre estatales y no estatales. Unas y otras se distribuyen aleatoriamente en las diversas categorías, lo que debería ser una pista para buscar las verdaderas causas de las diferencias en la calidad.

Finalmente, a pesar de todo lo que se pueda debatir en torno a los puntos mencionados, es innegable que la clasificación refleja en buena medida lo que es la universidad ecuatoriana. No es para alegrarse.