BARCELONA

La semana pasada se adjudicó el último premio Planeta de novela. La mecánica de difusión siempre es la misma. Vi por televisión el anuncio de los finalistas. Pocos minutos antes de las doce de la noche, antes incluso de que se abriera el sobre del ganador, aparecía en un medio digital una nota en la que se anunciaba quién lo había ganado.

No se trata de nada nuevo. Los medios de prensa dejan preparada una nota para que al día siguiente la noticia llegue a los lectores. Esta ha sido la característica de este premio. Más bien lo que me llama la atención es que siempre, en cada convocatoria, llegan cientos de ejemplares de países hispanohablantes y nunca falta el conteo del origen de los manuscritos: decenas de ellos vienen de distintos países, desde México a Argentina, pasando, por supuesto, por Ecuador. En ese momento lo que imagino son las semanas o los meses en los que los participantes, los inéditos, se preocuparon por pasar a limpio sus novelas, sacar copias, encuadernarlas, ponerlas en un sobre y lanzarlas al buzón, con lo caro que resulta, ilusionados en ganar ese premio multimillonario y lograr la publicación. Es en estos escritores inéditos en los que pienso. ¿Hacen lo correcto? Vistos los hechos, no hay ninguna posibilidad. Todos los ganadores del Planeta de las últimas convocatorias han sido escritores con trayectoria, y en muchos casos autores del mismo grupo editorial.

No juzgo a estos premios pero realzo matices. Es una manera, como otras, de difundir a un determinado autor. Las editoriales tienen ese trabajo: dar a conocer las obras en las que creen. Es decir, el premio Planeta llega a sus lectores, a quienes lo esperan. No hay que pedirle piñas ni al naranjo ni al olmo.

Aun así, quisiera animar a los escritores inéditos que insistan. No en el Planeta, está claro, sino en otros. Miren hacia Latinoamérica y también allí con atención. Miren a premios de editoriales pequeñas. Empiecen por abajo, es decir, por los cimientos. Publicar en la más pequeña editorial es un premio. Consideren que el premio mayor es terminar esa novela sin prisa, cuidando hasta la última coma, sin correr por la fecha de entrega, demorándose en trazar un mundo y pulirlo como una esfera. Que donde gana una novela es en acumular tiempo, porque el tiempo es inherente a su configuración y a sus múltiples resonancias. Toda gran novela es una máquina de precisión que se activa en el momento que un lector, por azar, por descuido, incluso desconociendo al autor, abre cualquier página y, con premio o sin él, cae en una línea, en un diálogo, en una descripción, y empieza esa conversación que salta fronteras. Más que regalar derechos al lector, los mejores libros exigen responsabilidades. Recuerdo entonces la advertencia de Lautréamont al inicio de Los Cantos de Maldoror: “Dirige tus pasos hacia atrás y no hacia delante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia delante”. Esto convierte a la lectura en trasgresión, a la trasgresión en aventura, y a la aventura en esa forma de conocimiento turbador que es el lenguaje de toda gran novela.