La repetición de que la gran difusión de un libro reciente es garantía de calidad, ha calado tan hondo que el lector, más que “leer”, se suma a la corriente de moda. Ya no es el lector quien descubre un beneficio interno en el libro, sino que el libro pasa a ser (únicamente) una marca de prestigio. No es el capital simbólico del que hablaba Bourdieu respecto a los lectores de las vanguardias y de poesía, sino una transacción inmediata.

Pondré un ejemplo. En una entrevista en El País, un joven escritor boliviano dijo: “Aún en Bolivia no existe la gran Novela (con mayúsculas). No fuimos parte del Boom. No somos parte de la literatura universal”. Resulta sorprendente que todavía se espere que sea una Novela el pasaporte de un país a la literatura universal. Es cierto que para un joven escritor esta sea una idea fuerza para salir adelante. La necesitará. Pero es una idea trampa y se sofocará con el tiempo si no está apoyada en necesidades de más calado. Las grandes novelas están preocupadas en su propia búsqueda expresiva. Poca o ninguna energía le dedican al deseo de hacerle un favor al país del autor. Caso contrario se convierten en planfletos o guías de viajes. Sospecho que esa misma idea de necesitar una novela para que un país entre en la literatura universal se repita en Ecuador, que podría quejarse de lo mismo. En cualquier caso, la “provechosa” novela nacional resulta siempre lo contrario: los novelistas más potentes son críticos radicales de su propio país y no son un dechado de elogios patrios. Sugiero al lector que revise un ensayo emblemático de W.G. Sebald sobre el tema de la relaciones de un novelista con su país, titulado Pútrida Patria. Si el título resulta revulsivo a algún lector, es señal de que todavía espera esa gran novela sobre su país.

No sé si Bolivia tendrá algún día esa novela a la que alude el joven escritor. Seguramente la escribirá él. Su nombre es Mauricio Rodríguez Medano. Mientras tanto, Bolivia ha dado muy buenos escritores y cada uno es un descubrimiento por sí mismo. A los que conozco no los he leído por bolivianos, ni busco el país en sus novelas, sino sus nombres propios, sus mundos personales, el placer y el reto que provoca su escritura. La más reciente que he leído es la poeta Blanca Wiethüchter (1947-2004), en una antología realizada por Rodolfo Häsler, titulada El festín de la flama. Ella, y Jaime Sáenz, fundan algo más que un país en las manos de quienes los lean.

Las obras literarias de primer orden exceden su valor de referencia, su moneda de cambio en el uniforme reconocimiento mundial, y la novela, que tanto ha sido utilizada como campo de maniobras para motivos externos a ella, es al mismo tiempo, cuando es grande y problemática, la gran disuasiva de la identidad fija. Quizá porque quiero suponer que toda novela es desvío del discurso central. Una digresión, en resumen, procedimiento y espíritu de este género irreverente. Un sendero abierto al lado de una autopista que se pierde la aventura.