No se preocupan de las formas. No les importa la impresión que pueden causar. Hay que reconocerles la frontalidad. Cuando falta por nombrar a uno solo de los miembros del consejo encargado de la censura (con un nombre más complicado, pero al fin y al cabo establecido para perseguir las opiniones críticas), ya han destapado todas las cartas y está claro que no dejarán un solo hueco para que se filtre alguna idea ajena. El currículum de cada uno de los integrantes resulta intachable para pedir trabajo en cualquiera del casi medio centenar de ministerios o en la sede partidaria de la avenida de los Shyris. Nadie más confiable que ellos para sostener la revolución y para defender a capa y espada los principios que la orientan, que no son otros que la palabra del amado líder.

Estuvieron equivocados quienes creyeron que iban a poner ahí a uno de los profesores universitarios que se dicen académicos y que asesoraron clandestinamente en la elaboración de la ley de comunicación. El puesto estaba destinado a los fieles, a los que se han jugado cada día, cada hora y cada minuto en la dura tarea de la trolleización (seguramente así se debe conjugar el verbo que designa a la actividad de esas esforzadas personas que inundan las redes sociales con la reproducción de los insultos poco imaginativos que su jefe lanza cada sábado). Era esperable que esto fuera así. Pecarían de ingenuos si se les ocurriera dejar en manos neutrales la aplicación de una ley que está hecha para perseguir, castigar y silenciar. Estos son objetivos que deben estar a cargo de profesionales, de gente que ha demostrado en la práctica que sabe cómo hacerlos.

Tampoco es casual ni es aislado que se lo haga de esta manera. Un mes antes de esta designación fue promulgado el decreto presidencial número 16, dirigido a controlar todos los aspectos de las organizaciones sociales. No se trata solamente de su inscripción, que ahora costará entre 400 y 4.000 dólares (artículo 17,5), sino que sus actividades estarán rigurosamente vigiladas. Como corresponde a una revolución ciudadana, la ciudadanía que quiera organizarse en un simple comité barrial o en una fundación tendrá que pagar y además evitar que a alguno de sus miembros se le ocurra opinar o intervenir en asuntos políticos. Si el comité está hecho para velar por la seguridad del barrio o por la mejor organización del tránsito en ese espacio, será mejor que cambie de actividad porque esos son temas políticos. Una organización campesina no podrá exigir precios justos para los productos de sus afiliados, una asociación de taxistas no podrá negociar tarifas y un sindicato deberá eximirse de presionar por estabilidad laboral o por salarios. Todos ellos podrán ser tratados como si fueran estudiantes del Central Técnico.

La conformación del consejo de censura y la promulgación del decreto presidencial prefiguran lo que se vendrá en los próximos cuatro años. Ambos apuntan al mismo objetivo. Al silencio, al temor, a la amenaza de los trolls que ahora son funcionarios.