Mi niña, de cuyas ocurrencias infantiles hablaba hace no mucho en esta misma columna, nos comunica que el fin de semana se va a Peguche a vivir personalmente la fiesta del Inti Raymi. ¿Esa criatura, en cuya fragilidad sigo creyendo a pesar de su alta estatura, a enfrascarse en el vértigo y el delirio sagrados de esa celebración? La trasnochada, la fatiga, la chicha, el baño en la cascada, el tumulto, la extraña sustancia de las multitudes... yo también lo viví, pero era un poco mayor y siempre creemos que sabíamos lo que hacíamos cuando lo hicimos. La determinación de esta jovencita que en dos meses iniciará sus estudios de antropología solo puede ser detenida por excelentes razones. ¡Y no las tengo! Por eso rezongo algo, o más bien me quedo en silencio, ante la notificación de la aventura.

El festejo andino del solsticio es una experiencia fuerte. Sobre todo lo es por la captación de la esencia del otro, que nos acobarda en nuestra desidentidad, en nuestra incapacidad para entenderlo. Pero también es maravilloso vivir en un país en el que sin demasiado esfuerzo, con un corto viaje, podemos enfrentar cara a cara a otra cultura, por no decir a otra civilización. Nada tan eficaz para poner en crisis nuestras certezas, para saber que nuestra visión del mundo es la única. No se trata de hacernos como ellos, de convertirnos a su cosmovisión. Se trata de pasar nuestra horchata por esa tela, lo que salga por el otro lado será nuestro extracto y fundamento, lo rescatable, lo válido de lo que llevamos. Si nos quedamos acostados hasta las once en el dormitorio de nuestra autocomplacencia, y no madrugamos para ver salir el sol del día más largo del año, y no nos anochecemos a la intemperie para ver surgir la superluna del 23 de junio, se nos pudrirá el alma en esas fosas sin drenaje. Debí decir: “Sí, anda, corre al encuentro con la luz"... y lo dije, pero para mis adentros espantados.

Y volvió feliz. A narrar entusiasmada sus inéditas vivencias. Traspasada por la vida comienza a “madurar”, lo que significa, si nos remontamos a las raíces indoeuropeas de la palabra, “estar en el buen momento”. El zapateado, la comida comunitaria, la hospitalidad. Fanática como es de la fotografía, no llevó cámara y fue un acierto. La distancia que ponen las lentes puede ser infranqueable. De cualquier manera, las imágenes de esta experiencia no se le borrarán. Y si no, ¿para qué tienes veinte años? A veces pienso que los seres humanos somos como ciertos insectos que tienen alas al salir de la crisálida, luego se les caen. Hay que aprovechar ese momento en el que puedes volar. Pero que tu vuelo no solo sea un intrascendente cubrir de distancias, busca en otros lugares, en otras personas, en otros eventos tu propia naturaleza.