En este Ecuador de los cambios legales, veo con preocupación demasiadas cosas. Prometo varias entregas sobre lo mismo, pero como inicio les planteo una situación actual, de interés general en la que existe un especial empeño: el reconocimiento de los “derechos” de las minorías.

Si usted, amable lector, no lo ha notado, las minorías están de moda, tanto que lo ideal es pertenecer a alguna para poder exigir más eficientemente derechos. Al menos así me lo hace creer la tendencia legal, que aparenta poseer como objetivo final defender a las minorías por encima de los derechos de las mayorías.

El primero que me viene a la cabeza es la prohibición de los símbolos religiosos en las escuelas, hospitales y oficinas; esto incluye canciones, cuadros y otras manifestaciones que proclamen una creencia. ¿Para qué? Porque tal vez en un curso de 50 alumnos hay dos o tres que no creen en Dios. Entonces, los otros 48 deben “respetar” a sus compañeros absteniéndose de profesar en público su fe. ¿Le parece a usted que reprimir por decreto la creencia religiosa mayoritaria, por ejemplo, generaría mejor ambiente para la minoría en cuestión?

Dos, el mal llamado matrimonio entre personas del mismo sexo. Comprobado con estadísticas que las familias se componen en Ecuador mayoritariamente de un papá y una mamá en el sentido más tradicional (olvídese de si luego se mantiene como tal esa estructura, porque eso responde a coyunturas personales… ¡pero de que así comienza, es un hecho!) me resulta hasta gracioso querer darle a esta nueva institución el mismo nombre que a la otra. Me explico, si lo que se busca es conseguir legalizar una unión entre personas del mismo sexo, legalmente eso no tiene por qué llamarse matrimonio. La solución tal vez sería inventarle otro nombre, uno nuevo que no sugiera ser lo mismo que aquella institución milenaria. Pero como nuestros analistas suponen que no ponerle el mismo nombre es discriminatorio, entonces ahora quieren nombrarlo igual y por supuesto, conferirle los mismos derechos. Mismo concepto aplicado a la familia, que ahora resulta que los equivocados somos los de la mayoría, ¡que sí tenemos una como las de antes!

Otro más, el feminicidio. Esta novedad jurídica busca establecer penas rígidas para los asesinatos cometidos en contra de mujeres. ¿Será que acaso vale más la vida de una mujer que la de un niño? ¿O que la de un hombre? ¿Por qué no se crea, entonces, el masculinicidio? Es tan absurdo como hablar del “patuchicidio”o del “gordicidio”, por poner otros ejemplos.

Capítulo aparte es el de la justicia indígena, sobre el cual prometo referirme más adelante.

Me he permitido citar estos pocos ejemplos para ilustrar una tendencia que no solo resulta peligrosa por lo que significa jurídicamente, sino que ofende a una gran e inmensa mayoría que tendrá que adherirse –como dije anteriormente– a uno de estos grupos, para ver si le resuelve con agilidad algo que le corresponde por derecho. Ser un ciudadano común debiera ser suficiente razón para que el Estado trabaje en pro de mejoras para el bienestar de todos. Lo demás es solo buscar excusas para servir –ahí sí– con discrimen a unos por encima de otros.