Alcedo y Leonidas Plaza, suburbio de Guayaquil. El sol de octubre pega fuerte y hasta rebota en el asfalto. En la acera y bajo un árbol de grosellas, un hombre yace en un profundo sueño. Ha hecho cama en su coche dedicado al reciclaje. A veinte metros y junto a la iglesia, resuenan cánticos en un altoparlante. Junto al hombre dormido hay un taller de escapes.

–¿Cuánto me cobras por ese arreglo? –le pregunta un hombre al reparador.

–Una ‘sota’ y lo dejo ‘papelito’ –responde el hombre con ropa manchada de grasa.

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Una joven, hija del cotizador y que estaba junto a él, da media vuelta. –Vamos a otro lado, está loco. Quién le va a pagar cien dólares –dice, molesta.

Entre carcajadas, cliente y reparador le explican a la chica que ‘sota’ significa diez dólares, no cien. –Tienes que conocer más el lenguaje guayaco –le recriminan.

Esta es una escena que, con sus parecidos y diferencias, se repite a diario en distintos sectores de la ciudad, sobre todo donde para la ‘pipol’ (el pueblo). Guayaquil es la ciudad, a decir de estudiosos y la propia ‘pipol’, la ‘caleta’ (ver glosario adjunto) grande que tiene su propio lenguaje, sus modismos, su ‘joba’; la jerga tiene un rico léxico.

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Édgar Allan García publicó en el 2016 ¿Cómo es la nota?, un libro que trata acerca de las expresiones, palabras o frases que usan los guayaquileños en su vida cotidiana, sus orígenes y significados.

Es actualmente el director del Plan Nacional de Lectura. Él detalla que estos términos han salido de los laberintos de la desaparecida Peni “para evitar que los tombos entendieran en qué maroma andaban los reclusos; otros términos como bacán, engrupir, cana o chamullo, entre muchos más, han sido contagios del lunfardo argentino, así como la costumbre de hablar ‘al vesre’ (al revés), (esnaqui, por ejemplo, en vez de esquina)”.

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Muchos otros se los ha tomado del inglés, pero adaptándolos, como broder, de brother (hermano) o chuzos (zapatos), de shoes; también del kichwa. Y muchos otros han nacido en la propia ‘pipol’, como aquellos soeces que usan los consumidores de hache, esa droga que ahora está matando sin morir a niños y jóvenes.

El ‘man’ de los escapes es un diccionario de modismos guayacos. Su nombre es Paúl Irobsaide Dooche Mejía, una mezcla de alemán y manabita, mestizo como la gran masa guayaca. Estudió primer año de sociología en la U. Católica, pero se retiró porque se enamoró de una pelada, la sacó cuarto aparte, tuvo una hija hace 21 años y después se separó. Hoy sobrevive ganándose unas ‘latas’ en un taller ajeno.

Él me hace recordar al fallecido poeta guayaquileño Fernando Artieda, quien en su despedida a Julio Jaramillo, hace ya casi 40 años (febrero de 1978), declamó con lenguaje de la ‘pipol’: “… cuando pasó Carebandido y les dijo que qué Gabo ni la gaver’s, no ven que se ha muerto el man. Cuál man cuál man, preguntaron los desenchufados. Y Carebandido, con esa característica de los ladrones de barrio y los poetas: cuál man más va a ser, pues gil; habrá otro más bacán que Julio Jaramillo…”.

Dooche mira a diario a los hacheros de esa zona guayaca y sabe los términos. Sabe que a los policías se les dice pacos; al patrullero, la lechera; a la droga, triqui; escucha que los ‘manes’, algunos peladitos, sufren de la mona, cuando no consumen.

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De ese término lo comenta también Jimmy Vera, dueño de un comedor en el Guasmo sur. “Me dicen, gordo, dogor, primo, tío, apoye con un poquito de jama; tengo un yanqui, es que ando pegado; otros llegan y dicen: la plena que ando con la mona, cuando no se han pegado esa maldita hache”.

Vera y sus amigos Flavio Hidalgo, llamado Jaibita, Mario Estupiñán, Rafael Arellano, Pepe González y otros juegan damas en la acera de la avenida Abdón Calderón, la principal del Guasmo sur. Él aclara que no solo los hacheros usan esos términos, sino que es común entre amigos.

Eso lo sabe un grupo de cuatro panas de La Alborada, en el norte. “Vea, pana. El lenguaje guayaco es directo y lo habla gente de toda condición, unos más, otros menos. Nosotros usamos mucho el del dinero, que cargo un yanqui, una sota o quisiera tener una luca”, dice Roberto, uno de ellos.

En las calles y en las zonas turísticas, los vendedores ambulantes son los multiplicadores de algunos términos. Ellos mismos se han inventado unos como el aguatéate varón’s, bolléate o pasteléate para vender agua, bollos y pasteles. O dan el precio, vale “dos dólar”.

Entre ellos, califican a la mujer: “Qué buenas yucas”, “puede ser una grilla”, que “yo sí le hago” y otros términos que “suavizan” la grosería machista. Aquí vale agregar el término ‘toqueteo’, que se refiere al manoseo en un sitio donde hay mucha gente, como la Metrovía y que para combatir se han organizado campañas.

Y en esta época de redes, el ‘feisbuk’ y otras aplicaciones, el lenguaje guayaco se esparce al vuelo. A propósito de las fiestas del 9 de octubre, por los 197 años de independencia, se viralizó el relato que algún buen guayaco hizo sobre la Fragua de Vulcano, como se llama al germen de la independencia porteña.

Una muestra bacana: “Hace chance ya la pipol guayaca estaba cabrera de tanta nota de los españoles que batraceaban, ninguneaban y se llevaban el guiso… entonces aparecieron unos manes arrechos y rayadotes y cranearon cómo darles vire a esas ratas, y ya pues, el 8 de octubre de 1820 el Pepe de Antepara armó una farra en su caleta, pero era solo amague porque el man, pilas, tapiñó a los duros de León de Febres C., Lucho Urdaneta, Pepe Joaquín de Olmedo, Pepe Villamil y otros manes hasta las mismas, hacen una bandota y se ponen la chapa de ‘Los de la Fragua de Vulcano’. Y ya pues, de una mariluna le hacen pagar piso al duro de los Granaderos que fue a esa chupa, por gil perejil, a vacilar a la ñaña de Pepe, y por otro lado en el cuartel de Daule, el Lucho Antepara con su gajo enfierrado les dan plomo venteado a todos esos manes y le dan chicharrón al duro de ese hueco, y se corrió la sapada y los guayacos ya cabreados arman un relajo en todo Guayaquil repartiendo rocas y plomo a todos esos sapos que jodían… y dieron papaya... hasta que amaneció, salió el tuerto y cantó el gallo kikirimiau la mañana del 9 de octubre de 1820 y así ya papelitos quedamos de peluche, libres de esos sapos...”.

Los modismos guayacos no solo son el sello de la ‘pipol’. Pelucolandia (zona de pelucones o aniñados) tiene lo suyo. En un gabinete de La Puntilla de Samborondón, parte del gran Guayaquil, un grupo de amigas hablan de lo fancy, de lo divino, del local, de su ropa comprada en Miami. Ellas usan hit, para reemplazar al chévere. “Tu fiesta fue un hit”, dicen.

Suelen ellas reunirse también para compartir un brunch, un café, una comida no tan fuerte. Cuando llegan de viaje se quejan del jet lag, el cambio de uso horario. Elisa León, dueña de una panadería de La Puntilla y parte del grupo del gabinete, dice que los personajes la Cococha y Lulú, interpretados por la actriz Marcela Ruete, expresan muchos de los modismos pelucones.

En definitiva, así es Guayaquil, donde uno se saca la madre camellando, donde hay billeteados, chiros y aviones; donde los domingos se va de bielas y de Clásico; si algo se ve de un amigo, se queda frío, y si está mal, se le acolita.

En esta nota ya mejor me voy por la sombrita, no doy chance a algún sapo que se me vaya a apercollar tirándose a zanahoria, de que no habla así. Pero sí digo que esta ciudad nos tiene engrupidos a muchos; a mí me ha dado décadas bacanas, me ha permitido ganarme la jama, tener caleta y ser feliz. (I)