El país fue testigo. El presidente del CNE convocó a la segunda vuelta solo después de que el dictador hiciera un comentario a periodistas extranjeros dejando entrever que la segunda vuelta era una realidad. Cierto es que pesaron las protestas de miles de ciudadanos, especialmente de Quito. Pero al final del día fue Correa el que dio la luz verde. Y el CNE le siguió sus pasos.

Lo ocurrido es simplemente un recordatorio de lo que ha sucedido en el Ecuador durante la última década y de lo que nos espera en el futuro. El Estado ecuatoriano es un simple mito convertido en sirviente de un individuo. Muestra de ello son los resultados electorales de la Asamblea Nacional. Hace cuatro años el partido oficialista captó los dos tercios del Parlamento con apenas la mitad de la votación legislativa. Ahora es peor. Con menos del 40 por ciento de votos para presidente, sorpresivamente el oficialismo se lleva alrededor de 70 curules. ¿Alguien en sus cabales puede creer que esto tiene legitimidad democrática? Ya no se trata solamente del uso distorsionado del método D’Hondt para la asignación de escaños, ni de haber excluido inconstitucionalmente los votos en blanco y anulados del concepto de votos válidos. El problema es otro y más serio. Es la manifiesta falta de independencia del CNE y la total opacidad de sus actuaciones que le impide ser el rector de futuras elecciones. Algo como esto no se había visto desde la dictadura militar en 1978.

Lo sucedido con el CNE no es una excepción, por cierto. La Corte Constitucional, la Corte Nacional de Justicia, el sistema judicial y los entes de control han estado y seguirán estando al servicio del oficialismo. Con el control parlamentario que se acaban de imponer se cerraría el círculo diseñado para asegurar la impunidad y el continuismo. Un círculo de donde los ecuatorianos no podremos salir, más allá de las buenas intenciones que podamos tener.

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Lo que está en juego en estos días es muy grande para el país. De no romperse todos los grilletes de la dictadura ahora, el Ecuador corre el riesgo no solo de su debacle económica, sino también de convertirse en un Estado corroído por la corrupción, como lo son Venezuela, y muchos países africanos. Serán al menos diez años más de una dictadura como la que hemos tenido. El líder supremo ya lo ha dicho abiertamente.

La encrucijada histórica que atraviesa el país debe entonces llamarnos a tomar grandes decisiones. Solo una nueva elección parlamentaria bajo la supervisión de un CNE dirigido por todos los partidos y por una misión internacional especializada de la ONU –como ya ha ocurrido en otras naciones, tan fallidas como la nuestra– podrá derrumbar pacíficamente la dictadura. Para ello el líder de la oposición debe enfrentar el desafío de romper con un sistema controlado por viejas y nuevas oligarquías políticas, y un Estado fraudulento, corrupto y narcotizado. Así las cosas, la convocatoria al poder constituyente, más que una salida política, es ahora un imperativo moral. (O)