Por uno de los accesos principales a la cooperativa Santiago Roldós, en el sur de Guayaquil, caminan Álex y Carlos (nombres protegidos), dos jóvenes de 19 años que se consideran amigos “de toda la vida”.

Ellos viven en la coop. 9 de Julio. El jueves 1 de septiembre están por ese sector en busca de la denominada droga hache, una sustancia que ellos mismos reconocen que ha sido como una “camisa de fuerza”, de la que aún no pueden salir.

“Empezamos a consumir hache desde 2013”, cuenta Álex. “¡Tú comenzaste a consumir en el 2013!”, le replica Carlos, quien le aclara que él ha probado ciertas sustancias desde que tenía 14 años.

Publicidad

De pronto pasa una patrulla y uno de ellos exclama: “¡Ese es el policía que nos coge siempre!”. Ambos luego se ríen.

Los dos jóvenes, que no terminaron el colegio, dicen que quieren salir de este vicio, pero los dolores a los huesos, vómitos y diarreas que sienten cuando dejan de consumir no los dejan escapar. Esto para ellos no es enfermarse, sino “enmonarse”, la jerga que se usa en la calle para identificar los efectos del síndrome de abstinencia. “Nos da el mono”, dicen por el estado de euforia.

Carlos cuenta que hace cinco años él “era un chico sano”, y que de los dos, él se “dañó primero”. A esa edad dejó de “jugar play station, escuchar música” y empezó a tomar y a fumar. “Del cigarrillo vino la grifa (marihuana), ahí supe lo que era meterle polvo al tabaco, el plop (pasta base de cocaína)”, relata con soltura.

Publicidad

Con una mezcla de arrepentimiento y picardía dice, al referirse a su ‘broder’: “Él era mi amigo sano y la verdad yo lo dañé”. Ellos creen que las amistades sí influyen a la hora de compartir hábitos o vicios.

“Las malas juntas”, dice Carlos, quien conoció las drogas en los colegios donde estudió, uno ubicado en el Cristo del Consuelo y otro situado en la Isla Trinitaria. En esas instituciones educativas se apegó a personas que le ofrecieron cocaína, heroína y la hache, un alucinógeno “muy adictivo”, derivado de la heroína.

Publicidad

En el 2013, recuerda, se relacionó con un traficante, que rebajaba la hache con harina de plátano y veneno de rata.

Sus padres saben de este problema, pero él asegura que puede controlarlo porque ahora piensa en el bienestar de su hijo, que este jueves cumplirá un año. Su pareja tiene 5 meses que no consume, para evitar recaer se mantiene separado de ella, aunque la relación continúa.

Por un momento Carlos se retira para ir a comprar dosis de hache a unas cuadras, funditas que se obtienen por $ 1 y $ 2.

Dicen que no roban para comprar droga, sino que se ganan la vida con mandados.

Publicidad

Álex aprovecha para recordar que a los 17 años fue detenido por posesión de 20 gramos de hache. Dos meses estuvo en la cárcel. Recuerda que lo detuvieron luego de comprar la droga en el suburbio, sustancia que era “para repartir en la fiesta de quinceañera” de la joven que en ese entonces era su pareja.

Cada uno comenta que tienen amigos que han fallecido por sobredosis. Ellos tuvieron de pareja a una misma chica que hace unos meses murió por esa razón.

Las muertes por sobredosis o fallecimientos relacionados con drogas parecen ser uno de los comunes denominadores cuando se conocen los detalles de la vida de jóvenes que divagan por lugares públicos.

“¡Agua, agua, agua!”, vocea Jonathan, de 19 años, en la puerta este del parque Centenario. Son las 12:30 y la temperatura, producto del sol, ayudó en la venta del líquido embotellado. Con el dinero que gana compra hache. La sustancia, dice, lo “ayuda a calmar dolores, hambre, el mono y el frío”. Frío que siente al dormir a la intemperie, cerca de la iglesia San Agustín, en el centro.

Después de unos minutos, se acercan varios jóvenes, unos visten ropa limpia, otros no. Bryan, de 22, cuenta que viene de Durán a este parque para consumir. Su mamá desconoce de su vicio.

Él asegura que dos personas que conocía fallecieron, no precisamente por sobredosis, pero sí por conflictos de drogas.

A las 10:10 del 2 de septiembre, en un sector de la Martha de Roldós, en el norte, Luis, de 17 años, entre sollozos, dice que este es un vicio difícil de dejar, “Tú te la pones y ya no te la puedes sacar. Yo tengo miedo de que me dé sobredosis”, asegura el joven.

Prefiere recoger botellas y botar basura para comprar comida y hache, antes que robar, asegura. Su sueño, comenta, era el de ser futbolista, delantero, aunque dice que ahora ya no juega fútbol porque sus amigos se alejaron al enterarse de su adicción a esa droga.

Quienes dependen de este tipo de sustancias ilícitas son propensos a cometer delitos para conseguir efectivo. Róbinson, de 21 años, mientras se come un dulce para apaciguar el hambre, en la entrada de la línea 8, comenta que hace poco más de una semana se llevó el microondas de su casa, que lo vendió en $ 20, dinero con el que compró cuatro fundas de hache de $ 5.

La coordinadora de Formación de la facultad de Psicología de la Universidad de Guayaquil, Shirley Arias, explica que el entorno familiar y comunitario influyen en los hábitos de los jóvenes.

“Una comunidad permisiva, es un factor de riesgo. La idea es convertir a la comunidad en un factor de protección (...)”, indica la psicóloga, que añade que la mayoría de adolescentes son influenciables porque están en una edad en la que buscan agruparse, aceptación de su entorno y lograr independencia al dejar de ser niños.

El responsable de Salud Mental de la Zona 8, del Ministerio de Salud Pública, Omar Garay, recomienda a los padres que más allá de internar a sus hijos deben de ayudarlos en el mismo hogar, desarrollando los lazos afectivos y la autoestima de los jóvenes. (I)

2
Casas de acogida para jóvenes con adicciones, en Guayaquil.