El martes pasado, al albergue instalado en la Unidad Educativa Manta, en el centro de la ciudad, llegó una donación diferente que alteró los ánimos entre las 166 familias desplazadas que ahí se guarecen tras el terremoto del 16 de abril pasado. Las presas de pollo que donó la cadena Kentucky Fried Chicken a la hora del almuerzo dejaron una sensación de satisfacción en los miembros de las casi 120 familias que lograron alguna porción. Las otras solo recibieron la sopa de torrejas de verde que las voluntarias encargadas de atender la cocina habían previsto para aquel día.

Quienes se quedaron sin una presa de pollo protestaron. Esperaban almorzar algo distinto a fideos, arroz o atún, dice Fernanda, una madre soltera de 40 años albergada en aquel sitio.

La convivencia en un albergue a ratos puede volverse compleja. “En las mañanas por lo general se va el agua y los baños se tapan, se ensucian”, relata Sonia. Ella, de 45 años, su esposo y sus dos hijos menores huyeron de la casa de cemento en la que vivían porque colapsó. Desde entonces duermen bajo una de las carpas de campaña donadas y a las que los administradores del albergue, el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) han colocado números. Se recuestan sobre colchones donados y rodeados de otros afectados, la mayoría son personas desconocidas para ellos.

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Durante las tardes surgen discusiones entre madres que salen en defensa de sus hijos cuando estos lloran en medio de juegos de niños o cuando no hay consenso al momento de limpiar los baños, afirma Sonia, otra madre de dos hijos que vive en el albergue.

Los primeros nueve días tras el sismo había una mejor comprensión en la Unidad Educativa Manta. Sonia y Fernanda cuentan que en ese tiempo convivieron 20 familias (unas 80 personas), por lo que era fácil llegar a consensos, pero la situación varió.

“Ahora hay más de 300 personas”, afirma Fernanda afuera de este albergue, donde espera un bus para dirigirse a su trabajo, un local de comidas. A sus dos hijos menores los deja en el lugar bajo el cuidado de amigas vecinas que también están albergadas. Al departamento que alquilaba no puede retornar porque los técnicos del Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda colocaron un sello rojo, lo que indica que el edificio debe ser demolido.

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El último reporte de la Secretaría de Gestión de Riesgos (SGR) dice que al 5 de mayo último había 30.223 desplazados internos, tras el terremoto, distribuidos en 259 albergues y refugios manejados por el Estado. Es un número que no incluye a los que pernoctan en terrenos baldíos, en portales o en espacios públicos de los cantones manabitas afectados.

Al igual que los miles que están en albergues oficiales, otros miles sobreviven en espacios que también se sostienen por la solidaridad de familiares, organismos internacionales o de desconocidos que llegan con latas de atún y sardinas, fideos, materiales de aseo, carpas, agua en botellas con mensajes inscritos como: “Ten fe...!! Dios te levantará”. La cantidad de los que viven entre plásticos, palos y enseres desparramados en espacios improvisados no ha sido cuantificada.

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Entre ellos está Kety Delgado, de 67 años, quien vive bajo una carpa que se sostiene en varillas metálicas y que solo da techo, pues no tiene protección lateral, que le regaló un familiar y que instaló al final de la calle 21, en el barrio La Dolorosa de Manta. Pasa al pie de su casa que hoy tiene el sello rojo.

Los militares llegaron el martes pasado a decirle que debe ir a los albergues oficiales, pero ella prefiere quedarse cuidando lo que pudo rescatar: una cama, colchones, una mesa, seis sillas, un televisor.

Sus familiares y vecinos cuyas casas también resultaron afectadas por el terremoto duermen bajo carpas de plástico colocadas al ras de la calle, en las que un adulto solo puede permanecer sentado o acostado. Las obtuvieron una semana después del terremoto de manos de técnicos de la Empresa Pública de Aguas de Manta (EPAM), luego de que un reportaje en televisión expusiera la situación en la que se encontraban.

“Nos dijeron para movernos al colegio Manta, pero allí hay demasiada aglomeración”, alega Karina Hidalgo, hija de Delgado, quien cuenta que familiares, amigos o los dirigentes del barrio son los que les proveen de agua, víveres.

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A cuatro cuadras de la Unidad Educativa Manta hay un terreno de tierra cubierto por ese polvo fino que se esparce como talco al menor movimiento. Allí viven 50 familias de los barrios de las inmediaciones que usan cuatro baterías sanitarias colocadas por la Municipalidad.

Las tiendas de campaña bajo las que se protegen del intenso sol y la lluvia que convierte en lodo lo que les rodea fueron donadas por los miembros de Cascos Blancos, una organización estatal argentina que les ayudó a limpiar el terreno y a instalarlas, a dos días del terremoto.

Bajo una de ellas pernocta Verónica Bailón, de 28 años, con su esposo y sus dos hijos, al igual que su hermana, quien también tiene un hijo. Los seis duermen sobre retazos de espuma y sábanas gruesas colocadas sobre cartones donde el movimiento de uno perturba a todos. Están a la espera de víveres como las latas de atún que el conductor de una camioneta doble cabina negra les dejó el miércoles último.

El polvo, dice Verónica, provoca que los niños enfermen de gripe y les cause dolor a la garganta. Brigadas del Ministerio de Salud han llegado al lugar a atenderlos: “Pero dan pura paracetamol, no dan una vitamina C para los niños”, se queja esta ama de casa que perdió un local comercial en la devastada parroquia Tarqui, en Manta.

En Bahía de Caráquez, el parque de la iglesia La Merced, en el centro, se ha convertido en otro de los refugios armados con carpas improvisadas que se mezclan con otras donadas por empresarios o familiares de los afectados. En unas, las lonas de plástico usadas en las campañas electorales para difundir a los candidatos se extienden sobre palos de caña guadua para que hagan de techo o paredes.

Los cordeles con ropa y pinzas se entremezclan sobre las personas en medio de cocinetas, tanques de gas, colchones, cartones que funcionan como camas. Cada una de las 68 familias alojadas en el lugar cocina sus alimentos con víveres que les fueron donados. “Los militares han venido dos o tres veces con kits alimenticios”, dice Froilán Briones, quien duerme sobre un colchón que le entregó la iglesia católica.

Un televisor pantalla plana es el sitio de reunión de estos afectados cada noche cuando a partir de las 19:00 se enciende la planta eléctrica donada a la iglesia y a la que están conectados los focos que iluminan la noche bajo las carpas.

En la capital de Manabí, Portoviejo, la mayoría de los desplazados está en los albergues oficiales. La pista del antiguo aeropuerto Reales Tamarindos es uno de los sitios donde pernoctan tras el terremoto.

Este sitio albergaba, hasta el miércoles pasado, a 1.082 personas de 262 familias distribuidas en 191 carpas que tienen el sello de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En el lugar hay un menú más variado que incluye carne, pollo, pescado. La cocina está a cargo de personal voluntario.

Aquí, donde parte de la comida, como legumbres y enlatados, es entregada por empresas privadas o proviene de la ayuda de otras ciudades, de ONG y organismos internacionales, dice Katty Moreira, coordinadora del MIES encargada del lugar: “Tiene aporte del MIES porque, por ejemplo, existen donaciones de arroz, azúcar, pero no (de) proteínas”.

... La vida en los albergues, a ratos se torna complicada. En este, el gran albergue de Portoviejo, hay ochenta baterías sanitarias, pero no hay duchas. Los afectados deben coger agua de baldes y bañarse con la ropa puesta en cubículos cubiertos por plástico negro, sin tener certeza de cuándo volverán a contar con un espacio propio, la intimidad de un hogar. (I)