Trabajadores de cementerios cuentan sus historias

La conmemoración del Día de los Difuntos en Ecuador mueve a miles de personas en los diferentes cementerios de Guayaquil y del país en general. En esos lugares, más allá de la fecha, hay quienes han pasado parte de su vida ofreciendo servicios múltiples. Algunos lo hacen de manera formal, otros informalmente.Este Diario conversó con cinco personas que trabajan en tres cementerios de la ciudad: el Patrimonial, Ángel María Canals y Parque de la Paz, donde cumplen diversas labores, desde adecentar las tumbas hasta preparar los cuerpos para el sepelio.Omar López Torres lleva 36 de sus 58 años trabajando en el Cementerio General, se desempeña como auxiliar de servicios y desde hace dos décadas se dedica a grabar nombres y sellar las lápidas de las bóvedas. En esa función él es el empleado más antiguo.Al camposanto llega a las 10:00 y cumple una jornada de ocho horas, aunque cuando el traslado de algún féretro se retrasa se extiende hasta las 19:00. Su área de trabajo es desde la puerta doce hasta la quince, sobre la avenida Pedro Menéndez Gilbert.“A mí me dan una lista de los sepelios que habrá en el día. Eso viene con el detalle de la puerta de ingreso y la hora de llegada, según eso voy poniendo el nombre a la tapa, preparo la mezcla hasta que venga el féretro”, dice el hombre y añade que en un día pueden llegar hasta 15 féretros.López, oriundo de Manabí, cuenta que lo más complejo de su trabajo es cuando los familiares, en su momento de dolor por la pérdida de un ser querido, se oponen a que la bóveda sea sellada.“A veces a uno lo insultan, porque hay gente que viene mareada (en estado de embriaguez), pero uno tiene que aguantar el bache, como se dice, porque esto es parte del trabajo”, refiere el auxiliar de servicios.Recuerda que hace varios años, mientras se aprestaba a sellar una bóveda, en la quinta fila de un bloque, se dislocó el hombro por evitar que la tapa cayera en la mano de un familiar del fallecido que quiso tocar el féretro cuando este ya había sido depositado en la tumba.“El señor se subió a la escalera y metió la mano, si yo aflojaba la tapa, le podía quebrar los dedos. Perdí el equilibrio y casi me caigo también”, relata López.Dice que el ambiente en el cementerio es tranquilo, aunque hace algún tiempo había familias que llevaban armas para detonarlas como una especie de ritual de despedida.“Por lo general era cuando se trataba de algún difunto que había tenido su pasado malo. Hacían bulla, sí daba un poco de recelo, pero ya no se ve eso”, expresa el hombre.Del ambiente en el cementerio dice que es tranquilo. No es ajeno a leyendas en torno a difuntos a los que se les atribuyen milagros y a los que cuyas tumbas son visitadas por varias personas, por algún pedido en particular.Aun así López prefiere no dar crédito a aquello. Tampoco a creencias de que en el cementerio salen las almas en pena durante la noche.En el Cementerio Patrimonial, donde reposan los restos de presidentes de la República, próceres de la independencia, personajes políticos, artistas y otras figuras conocidas, hay 510 000 difuntos.Aunque Gustavo Reyes Preciado se jubiló hace dos años, su vínculo con el Cementerio General se mantiene, pues todavía tiene clientes que le dan ‘cachuelitos’, ya sea para pintar o retocar las lápidas. Durante 38 años esa fue parte de sus tareas en el camposanto, que es administrado por la Junta de Beneficencia de Guayaquil, al igual que el Panteón Metropolitano.En el tiempo de servicio para la Junta de Beneficencia de Guayaquil, él atesora como el recuerdo más preciado el haber sellado la lápida de la primera bóveda (puerta 13) en la que fue sepultado Julio Jaramillo, más conocido como el Ruiseñor de América.“Fue algo muy grande, se llenó todito. Hasta más de las seis de la tarde la gente salía del cementerio. Antes que llegue el féretro no había dónde dar un paso”, relata Reyes, de 70 años, quien no pudo evitar sentirse conmovido por el deceso del artista ecuatoriano.No fue el único personaje reconocido al que despidió, pues el hombre señala que antes de JJ selló la bóveda de la artista Máxima Mejía, a quien el Ruiseñor de América le llevó serenata el día de su funeral.“Nunca me imaginé que iba a tener la oportunidad de darles la última despedida a artistas que eran muy queridos por el pueblo. Aunque uno no es familia también llega a sentir pena”, refiere.Reyes sostiene que aunque muchos de sus compañeros que se han jubilado antes que él no han durado ni tres años en vida, él espera seguir ‘cachueleando’ en el cementerio, pues se siente bien de salud y pese a estar afuera todavía tiene quien requiere de sus servicios. David Gutiérrez Maridueña y Daniel Calva Pacheco son amigos que comparten el mismo oficio en el camposanto Parque de la Paz.Ambos son tanatopractores (personas que usan sustancias químicas e instrumentos para preparar los cuerpos de fallecidos antes del funeral).Gutiérrez lleva trece años cumpliendo esas tareas y Calva, su compañero, doce.“Al principio, obviamente, fue un poco duro acostumbrarse. Lo más difícil es ver, tocar un cadáver, no todo el mundo lo hace. Se tiene miedo, pero poco a poco uno se va acostumbrando”, dice Gutiérrez, quien llegó al camposanto por referencia de un amigo y él, a su vez, llevó a Calva, con quien creció en el mismo barrio.Un servicio exequial, dice, puede durar de cuatro a seis horas. El proceso arranca desde que el familiar del fallecido se contacta con el camposanto, luego debe reunir la documentación requerida para el procedimiento.La tanatopraxia como tal puede tomar dos horas e implica limpiar el cuerpo, hacer la preservación con químicos, succionar los líquidos, vestimenta y maquillaje.Dentro de su oficio, señala Gutiérrez, la experiencia más difícil fue atender a una sobrina que falleció a los 4 años, por muerte natural. “Lo hice con otro compañero, pero prácticamente él fue quien hizo todo, yo no pude”, manifiesta el hombre.Calva sostiene que él y sus compañeros tanatopractores coinciden en que lo más difícil de su trabajo es tener que aplicar el procedimiento a un niño. “Uno se conmueve porque todos somos padres y pensamos que puede ser uno de nuestros hijos”.A Ángel Véliz Bermúdez lo conocen en el cementerio municipal Ángel María Canals no solo porque colabora allí desde hace 25 años, sino porque es ‘voluntarioso’ y no se niega a ningún trabajo. “Solo le falta ponerse sotana y hacer las veces de cura”, bromea entre carcajadas Milton Fabara, administrador del camposanto.Véliz adecenta bóvedas, graba nombres, dibuja imágenes religiosas que van en las lápidas y también da serenatas acompañado de una guitarra y, si lo requiere el cliente, de un requintista.“Cuando no sale (trabajo) por un lado, nos vamos por el otro. Lo importante es no quedarse con las manos cruzadas”, refiere el hombre de 55 años, nacido en Quevedo.Véliz cuenta que adecentar una bóveda le representa un ingreso de $20. Esto implica aclarar o grabar nuevas letras y diseñar la imagen.“En el día uno se pueden hacer hasta tres trabajitos cuando es bueno”, cita y añade que como la situación del país “está mala”, cada vez hay menos gente que pide este tipo de servicios.Por la serenata, él cobra $10 por tres canciones; en su repertorio hay pasillos, valses y pasacalles.La música es un arte por el que sintió atracción desde niño, dice, pero aprendió a entonar guitarra en el 2008.“Me hice amigo de unos guitarristas y con ellos aprendí”, refiere el hombre que pasa de 08:30 a 17:30 en el cementerio Ángel María Canals, donde actualmente se construyen nuevos bloques de bóvedas, debido a la demanda. (I)

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