Un ocurrente ‘sabio’, de los que abundan en las radios porteñas, dijo alguna vez que en las épocas del viejo estadio George Capwell y del Modelo llegaron futbolistas extranjeros que eran “simples gitanos” que andaban “con zapatos de juego en una funda” y se ofrecían como refuerzos en los equipos nacionales. Los contrataban “dirigentes inexpertos que se dejaban engañar” por el cuento de sus “hazañas” en grandes equipos de sus países de origen. Concluyó afirmando que en ese tiempo “no se sabía jugar al fútbol” en Ecuador. Lo triste es que nunca vio un solo partido de esos años y, obviamente, no puede juzgar a clubes ni a jugadores.

Arrogante en su soberbia de ‘entendido’ y prevalido de un micrófono que usaba (y usa) para desacreditar la historia ignoraba –y sigue ignorando– que, por ejemplo, a Río Guayas, aquel formidable equipo del arranque del profesionalismo, en 1951, vino como centro forward el gran Juan Deleva, quien en 1947 ocupaba ese puesto en Independiente de Avellaneda y fue uno de los goleadores del torneo.

Para darles una idea de su fama la delantera de los Diablos Rojos formaba con jugadores que hoy son leyenda: Camilo Cervino, Vicente de la Mata, Deleva, Mario Fernández y Reinaldo Mourín. Sus cuatro compañeros están en las páginas más brillantes del fútbol albiceleste y de El Dorado colombiano. Tan notable fue la campaña de Deleva que fue portada de El Gráfico, número 1.466, en tiempos en que en esa revista –la más importante en el deporte hispanoamericano– solo aparecían en la tapa los auténticos cracks.

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Podría citar muchos nombres pero los dejaré para otra columna, sin omitir –eso sí– que en las épocas del Modelo arribó, procedente del Peñarol, el brasileño Moacyr Claudino Pinto, suplente de Didí en la Copa Mundial de Suecia 1958 y, por tanto, campeón del mundo. Moacyr también tuvo el honor de aparecer en la tapa de El Gráfico en la temporada en que militó en River Plate y es, además, uno de los ídolos históricos de Flamengo.

En estos días tuvimos el honor de departir con Cirilo Fernández, un delantero que dejó una huella muy profunda en nuestro balompié, pese a jugar solo cuatro temporadas –dos en 9 de Octubre y casi dos en Emelec–. Fue un atacante brillante, pero también un deportista cabal y un caballero a pesar a haber llegado en años en que “en Guayaquil no se sabía jugar al fútbol”.

En 1964, los dirigentes octubrinos Gustavo Mateus Ayluardo y Julio Faracchio decidieron hacer de su club una fuerza poderosa, sin reparar en gastos. Faracchio –uruguayo que tenía el negocio de la Casa del Banderín y que aún anda entre nosotros– decidió viajar a Montevideo para contratar refuerzos. Cirilo andaba por los 20 años y jugaba en el Racing montevideano. Tenía una pugna con la directiva de ese cuadro porque había pedido que le pagaran algo más de los 700 pesos que cobraba. Estaba decidido a dejar el fútbol si no llegaba a un acuerdo y volver a lo que había sido su profesión desde los 15 años: cantante de ritmos tropicales en la orquesta de Pedro Ferreyra y sus Cubanacán, para lo cual había necesitado una autorización especial de su señora madre.

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Un día lo citaron para que hablara con Faracchio y este le ofreció un lugar en el 9 de Octubre. Nunca había oído hablar del club, jamás se había subido en avión, pues los traslados en el combinado del departamento de Canelones y en el Racing eran por tierra. Dudó al principio, pero al saber que iba a viajar con otros compatriotas hizo las maletas y se vino. Con él llegaron Víctor Guaglianone, centrodelantero que había sido campeón sudamericano juvenil con la selección de su país, en Caracas 1954, y goleador del torneo uruguayo en 1959, con Wanderers. En 1960 y 1961 estuvo en la Lazio de Roma y luego en Nacional, Danubio, Atlético Bucaramanga de Colombia y varios conjuntos más. Otros de los que arribaron fueron Ernesto Raymondo (Liverpool, de Montevideo), Carlos Penino (Huracán Buceo), Carlos López Lage (Vélez Sarsfield), Roberto Gonzalvo (Peñarol y Wanderers) y Julio Arrieta, quien un año antes había estado en Atlanta de Quito.

Con toda esa tropa, Faracchio contactó a Mario Raúl Papa, que empezaba su carrera como técnico. En 1950 Papa fue el goleador del certamen argentino con la divisa de San Lorenzo de Almagro. Marcó 39 goles y fue portada de El Gráfico. Papa fue el entrenador de ese 9 de Octubre en el que destacaba una delantera que dejó un gran recuerdo: Cirilo Fernández, Félix Pelusa Guerrero, Guaglianone o Blindín Paredes, Humberto Barreno y Armando Chivo Echeverría.

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En 1965 los octubrinos, con los charrúas y Hugo Cortez, Raúl Argüello, Jaime Carmelo Galarza, Roberto Miranda, Isidro Velasco, el paraguayo Glubis Ochipinti y el inolvidable Carlos Alberto Flaco Raffo, jugaron la Copa Libertadores, honor ganado por haber sido vicecampeones en 1965. Fernández anotó su primer tanto en la Copa jugando en el Modelo, a los 27 minutos, ante Municipal de Bolivia el 19 de febrero de 1966. Otro de sus goles lo hizo ante el Wilsterman boliviano, el 24 de ese mes.

Ese mismo año, Fernández pasó a Emelec cuya fanaticada, que sí vivió los tiempos del Modelo, lo recuerda siempre por su gran habilidad, su velocidad y su precisión para levantar centros y crear oportunidades de gol. Volvió a jugar la Copa Libertadores con grandes compañeros como Jorge Bolaños, Galo Pulido, Manolo Ordeñana, su compatriota José María Píriz, Fortunato Chalén, Felipe Mina, Carlos Pineda, Carlos Maridueña, Benito Valdez, Tom Rodríguez y el Colorado Héctor Gauna.

Para entonces ya vivía un romance de balcón con una guapa chiquilla porteña: Olga Irene Fajardo. A diferencia de muchos paquetes de hoy, que exigen una mansión en Samborondón, un carro último modelo, personal doméstico y un jardinero, Cirilo vivía en la concentración del Capwell, que en 1964 hizo habilitar Otón Chávez Pazmiño. Desde la tribuna el uruguayo saludaba tímidamente a Olguita. Todo terminó en matrimonio. El padrino de bodas fue Carlitos Raffo. “Mi esposa fue el mejor premio que me llevé de Guayaquil”, dice con ese humor que no lo abandona nunca.

Ese 1967 se fue a Estados Unidos tentado por la naciente Liga Profesional, a la que llegaron luego Pelé, Franz Beckenbauer, Giorgio Chinaglia y Carlos Alberto. Jugó en varios clubes y de repente llegó una oferta de Holanda, país en el que militó en la primera división por cuatro campañas y media, para volver luego a EE.UU. donde terminó su carrera enrolado en el Seattle. En esa ciudad, Cirilo Fernández se quedó hasta hoy.

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“Ecuador es mi segunda patria porque aquí viví momentos inolvidables. He vuelto para celebrar los cincuenta años de matrimonio. En mi memoria viven grandes jugadores con los que alterné y dirigentes que me ayudaron a formarme. Imposible dejar de recordar a Bolaños, Pulido, Balseca, Echeverría y otros que hicieron del fútbol un arte. Tengo para Guayaquil una enorme gratitud porque me dio una esposa y el arranque de mi carrera internacional”. (O)