José Pekerman vivió tal vez la máxima tensión de su vida en un partido de fútbol, al punto de que por primera vez un árbitro debió llamarle severamente la atención pidiéndole que se contuviera; Radamel Falcao agradecía a Dios arrodillado, con la cabeza tocando el césped. James Rodríguez se desahogaba. Los jugadores peruanos lloraban y se abrazaban; viajaron toda la Eliminatoria en una nube de ilusión y esta los depositó en el repechaje.

El Paraguay entero seguía aturdido, sin entender la ocasión que acababa de perder ante Venezuela en su propia casa; con un triunfo mínimo estaba en Rusia: perdió. Chile, cabeza gacha, brazos en jarra, la mirada perdida como diciendo “somos los bicampeones de América, la generación dorada, ¿cómo nos pasa esto…?”. A Chile le cayó la maldición del TAS. Puso veneno en una copa, se olvidó qué copa era y se la tomó… En Quito, todos (hasta sus compañeros) aclamaban la hazaña de Lionel Messi de rescatar él solo a Argentina del infierno y llevarla al paraíso, dando otra exhibición colosal de su dimensión de genio.

Antes de eso, el continente todo fue presa de un tsunami de emociones. A los 37 segundos de juego, en Quito, Ecuador asestaba a Argentina un golpe que en ese instante parecía mortal. Y a partir de los goles que llegaban de otras capitales se iba modificando la lista de los viajeros a Rusia. Jamás una competencia futbolística adquirió tal dramatismo, tanta carga emocional. La tabla semejaba una puerta vaivén, entraba uno, salía el otro y siempre estaba en movimiento. Pasarán años, décadas y recordaremos esta frenética y mágica noche de cierre de Eliminatoria. La paridad asombrosa de los diez participantes, al menos en el juego, se ha expresado como nunca antes.

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Cayó el telón y la última función fue, también, modélica. La realidad desterró cualquier sospecha. Todos fueron a ganar. Brasil, clasificado hace meses, dio una muestra de grandeza al alinear a sus titulares y salir en busca del triunfo. Venezuela, eliminado ya el año pasado, fue una pesadilla con la que Paraguay soñará años.

Los arbitrajes, intachables. Siempre lo decimos: en el fútbol hay más boca sucia que suciedad (al menos dentro del campo, en los escritorios es otra historia…). Quedó demostrado al caer el telón. La Eliminatoria reivindica al fútbol sudamericano, lo prestigia. Y la limpieza ejemplar de la última jornada le confiere credibilidad. Nadie manchó la pelota; la pasión del hincha no fue traicionada. Alto mérito, sobre todo, de jugadores y entrenadores. Pasaron los tiempos de los maletines.

Noqueado por Paraguay cinco días antes, a Colombia le era imperioso darse una muestra de temple; y se la dio. Sin lucir en el juego, le apareció la personalidad, aunque la palabra para describir la actuación de todos es eficiencia. Nadie quería arriesgar demasiado por la implicancia trascendental del compromiso, y la consigna era no cometer el mínimo error, porque a esta altura una falla cuesta un Mundial. Se cumplió casi a la perfección. El casi es por el gol peruano. Dado que el tiro libre era indirecto, David Ospina debía dejar pasar el balón; tal vez pensó que habría rozado la barrera y por eso quiso taparlo; pero lo rozó él y con el roce validó la conquista de Paolo Guerrero (para el 1-1).

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De no ser por esa única acción, Perú no inquietó ni una sola vez el arco colombiano. Ni se acercó. El clima de euforia nacional que el hincha peruano llevó al estadio Nacional no perturbó en absoluto a la selección colombiana, que jugó con garra, aunque con tranquilidad y autoridad.

Estuvimos en el Nacional y los hinchas locales, casi unánimemente querían que su equipo clasificara y Colombia también. “Que pasen los dos”, decían todos. Por eso hubo tanta buena onda en las tribunas. Fue una fiesta del fútbol como lo había sido cinco días antes el Argentina-Perú en La Bombonera. Multitudes civilizadas, respetuosas. De eso nos tenemos que enorgullecer esta vez. No fuimos sudacas, fuimos sudamericanos. Pekerman, ya sereno en la conferencia de prensa, puso énfasis en agradecer a todo el pueblo colombiano por el apoyo irrestricto. “Quiero abrazar a cada uno de los colombianos, a todos, sin distinción”, dijo en la conferencia de prensa.

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Fue como una declaración de principios: ahora empezamos de cero de nuevo, se inaugurará otra etapa, la del Mundial. Y allí deberá trabajar para encontrar un once fijo, que el hincha lo sepa de memoria, y para darle creatividad al juego desde tres cuartos de cancha, que le permitan llegar con fluidez y peligro al arco rival. Es la asignatura pendiente. Lo demás, la defensa, la lucha, la unidad del grupo, el compromiso de los jugadores con la camiseta, los mecanismos de recuperación, todo eso está. Falta encontrar los circuitos creativos. Tiene tiempo, pero el mérito de este gran caballero y docente que es José resulta indiscutible: metió dos Mundiales sobre dos.

Ecuador se debe preguntar ahora si lo suyo fue renovación o improvisación. En el estado que lucía Chile (tres derrotas en sus anteriores cuatro partidos) era posible pensar que si iba a Santiago con los titulares podía derrotar a la Roja. Entonces el choque con Argentina hubiese adquirido la dimensión de una final. Pero decidió dinamitar la selección que venía jugando y poner técnico y jugadores inexpertos. Y ahora queda demostrado que con 26 puntos alcanzaba al menos el quinto puesto. Nunca fue una posibilidad remota como se la quiso pintar, era muy real y dependía de sí mismo. Ganando los dos partidos, llegaba.

Aplausos para la grandeza de Brasil, que fue sordo a los clamores, a los eternos desconfiados y negativos. La historia del fútbol brasileño no puede verse manchada por una actitud entreguista. Fue al frente y aplastó a Chile. Tite es el estandarte de ese pundonor, de tanta reserva moral. Aplausos para Venezuela, que en la próxima Eliminatoria puede ser sensación por sus chamos llenos de condiciones. Aplausos para Perú y para Ricardo Gareca, que con armas más modestas que otros alcanzó la orilla. Palmas para Uruguay, el paisito de tres millones doscientos mil que se inscribe en otro Mundial, siempre con la entrega como bandera.

Y ovación para Messi, el hombre de los silencios rotundos, que responde con el pie izquierdo a las injusticias, la ignorancia, el descrédito y las críticas feroces. La Eliminatoria nuestra, que lleva 63 años de disputa y 17 ediciones, nunca había registrado un hecho similar: que un solo jugador constituyera un equipo, que lo clasificara virtualmente una individualidad. Jugando apenas diez de los 18 partidos, Messi fue el alma y la materia de esta Argentina que no aprobó el examen ni aun consiguiendo el boleto. Pero la noche del martes 10 de octubre marca un hito: pone oficialmente fin a toda una época nefasta de la AFA, la de Grondona y sus acólitos, tiempos de desaciertos continuos, de indolencia, de acefalía, de oscuridad. Pone fin a los traumas.

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Es una suerte de purificación. Nace una era nueva. Hay otra AFA, otro técnico, otro horizonte, un nuevo ánimo. Y el mismo Messi. (O)

En el estado que lucía Chile era posible pensar que si Ecuador iba a Santiago con los titulares podía derrotar a la Roja. El choque con Argentina hubiese adquirido la dimensión de una final.