Aplastó al Atlético como en los viejos tiempos de los 80, los 90 y la primera década del 2000. Y puso los dos pies en la final de Cardiff. Ahora solo le falta el cuerpo. El Real Madrid se regaló una actuación formidable, casi inusual para una semifinal de Champions, y más contra un rival clásico, que habitualmente vende cara su piel. Fue tal la desproporción de fuerzas y aptitudes que el analista empieza a dudar si fue todo mérito del vencedor o parte responde al descalabro y la insólita tibieza del derrotado. Pero no, fue todo causa y efecto de la magnífica prestación blanca, de su abrumador dominio futbolístico. Que bordeó el lujo.

“Nos llamamos Atlético de Madrid, no hay nada imposible”, toreó el Cholo Simeone. Desde luego siempre es posible una remontada, más tratándose del Atlético de Madrid de los últimos años; sin embargo, cuando un equipo establece tal superioridad como la que el martes plasmó el cuadro merengue, toma confianza sobre su rival, sabe psicológicamente que lo puede. Lo decíamos en una columna anterior: el Madrid encontró su mejor forma en el mes de abril, cuando se empiezan a decidir los campeonatos. Si el once completo fue un aparato de relojería, el mediocampo marcó el ritmo del tictac. Imperó en un amplio territorio que fue de banda a banda con Modric, Kroos, Casemiro, Isco y Marcelo, a quien ya no se lo puede encasillar como un simple lateral izquierdo, porque no solo es la salida clara de la defensa sino que da el paso al frente desde el medio y combina con Benzemá y Cristiano Ronaldo. Es dueño de toda la franja. A propósito, a esta altura Marcelo empieza a rivalizar con Roberto Carlos por el título de mejor número 3 de la historia del Real Madrid. Sin la potencia ni el cañonazo de su compatriota, pero con una notable incidencia en la gestión ofensiva del equipo a favor de su gran manejo de pelota y la soltura con que sube y conduce. Y muchísimos goles llegan por sus centros o pases.

Cuando aún no se había consumido el minuto 9 del juego, ya podía decirse que el Madrid era muy superior. Era dominador absoluto, tenía el control del balón y asumía la iniciativa. Oblak había salvado de milagro ante una arremetida de Benzemá. El primer gol de Cristiano Ronaldo simplemente venía a refrendar esa supremacía. Supremacía que se iría tornando cada vez más aplastante a medida que corría el tiempo. Tuvo una cantidad de llegadas con peligro inusual para este tipo de partidos. Fue una victoria tan rotunda que obliga a muchos a pensar si no será Zinedine Zidane un entrenador estrella. Hasta ahora se lo catalogaba como un hombre de la casa, que no sabe mucho pero genera buen ambiente con su carácter calmo y afable. Y que tuvo la fortuna de encontrar un plantel de lujo. Y que por eso ganaba. Incluso hasta la semana anterior fue blanco de ácidas críticas por haber alineado a Gareth Bale ante el Barcelona sin estar del todo repuesto. Pero llegó la hora de evaluarlo de otro modo: hace tiempo (acaso años) que el Real Madrid no componía un partido tan espectacular en juego, estéticamente, con todas las piezas imbuidas de la misma idea: tocar, rotar, jugar al pie, ofrecerse como descarga, moverse para generar espacios y posibilidades, desbordes, presión y solidaridad para recuperar. Solidaridad incluso de los de arriba para bajar y tapar a los contrarios.

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El Atlético menos simeonesco de la era Cholo fue un ejército muy inferior. Se pareció a un saquito de té, frágil, endeble, que se rompió de nada apenas lo apretaron un poco. Pero sería caer en la torpeza decir que la brillantez del Madrid fue posibilitada por la opacidad del Atlético. Esto lo advertimos en la victoria blanca por 2-1 sobre el Bayern en Múnich. Muchos lo adjudicaron a que los alemanes jugaron los últimos 30 minutos con diez efectivos. Pero si un equipo juega mal, hasta contra nueve juega mal. O gana, pero sin lucir.

Esa vez el Madrid también fue una orquesta que no falló en una sola nota. Y no goleó debido a Neuer. Ojalá esté comenzando una nueva era del Real Madrid, un tiempo de ganar dando espectáculo.

La otra novedad futbolística es esta nueva primavera de Cristiano Ronaldo, no ya por sus tres goles, a cual mejor y todos distintos, con un cabezazo matador el primero, a fusilar el segundo y con un toque de goleador el tercero. La noticia es su fenomenal reconversión futbolística. Es como que, en camino a los 33 años, entendió que por las bandas ya no podía lograr desequilibrio, le faltaba frescura y nunca le sobró la técnica para el mano a mano sin velocidad. Tampoco para crear juego. Entonces se metió al área y se convirtió en un 9 puro. Allí no necesita gambetear ni transportar ni desbordar. Nótese que en estos últimos 8 goles en Champions (5 al Bayern y 3 al Atlético) ninguno fue de fuera del área ni de penal o tiro libre, que eran las fórmulas que hasta hace poco lo venían sosteniendo como artillero. Ahora son todos casi en el borde del área chica. Está jugando de Lewandowski.

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Así alcanzó esta impresionante versión hipergoleadora. Para esa función está impecable físicamente y puede seguir masacrando arqueros por bastante tiempo más. Allí en las 18 hace valer su extraordinario remate de cabeza o con los pies (siempre empala bien la pelota). Se las ingenia para encontrar un espacio y un tiempo para impactar la pelota. Y muchas veces no precisa siquiera dominarla, le llega, le pega y adentro. Claro que, antes del remate están sus otras dos virtudes excepcionales: A) Un grado de concentración como solo poseen los grandes deportistas de todos los tiempos. Ronaldo nunca está distraído ni desanimado, tampoco se ruboriza de algunos fallos técnicos, sigue buscando. B) El movimiento constante que le permite desmarcarse en todas las jugadas y anticiparse a los defensas.

Hemos tenido la suerte de disfrutar de uno de los grandes goleadores de la historia. Y puede que le queden ciento cincuenta goles más. Hasta podría ser el número uno de todos los tiempos, quién sabe. En esa lucha sorda que tienen con Messi nos han regalado diez o doce años de oro que el fútbol mundial sabrá agradecer con una palabra: posteridad. (O)

Es como que, en camino a los 33 años, entendió que por las bandas ya no podía lograr desequilibrio, le faltaba frescura y nunca le sobró la técnica para el mano a mano sin velocidad.