Es un gélido sábado de febrero de 1999; el frío no amilana a los miles de turistas que atiborran las callejuelas de esa maravilla de la humanidad creada por la mano del hombre: Venecia, la ciudad que se atrevió a vivir sobre el mar. Centenares visitan los espléndidos palacios vénetos, otros eligen algunas de las 165 iglesias, unos más realizan el soñado, romántico (y carísimo) paseo en góndola, los hay que prefieren refugiarse en los cafecitos… Una orquesta de cámara desafía los 7 grados de temperatura tocando al aire libre en la Piazza San Marco... Alemanes, japoneses –principales contingentes– pueblan las tiendas para comprar souvenirs y otros miles caminan y caminan sobre los puentecitos centenarios que unen las islas para calmar su avidez de ver. Pero no hay demasiado bullicio, apenas las sirenas de las lanchas. De pronto, un alarido los sorprende:

-¡Goooooooooooolllllllllllll…!

Levantan la vista en señal interrogativa: ¿qué es esa bulla…? El grito desmesurado proviene de un islote de allá al fondo, en la zona denominada I Giardini (los jardines).

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–¡E gol del Venezia…! Oggi gioca–, explica orgulloso un vendedor.

Lo que no parece normal en esta ciudad de enamorados, de arte y carnaval desenfrenado, de mar y embarcaciones de todo tipo, es que haya una cancha de fútbol.

–¿Fútbol aquí…? Pero si no hay tierra…

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Sí, algo hay. De las 118 islas que conforman Venecia, una es cementerio, tres o cuatro más son jardines y otra es el campo de fútbol. En la ultrafutbolera Italia es impensable una localidad sin cancha. Aun en medio del agua. Entre los lujosos hoteles y los canales, las casas medievales, los vaporettos reinando en el agitado tránsito marítimo (por supuesto no hay autos allí), en medio de la isla de Santa Elena, hay un estadio de fútbol: el Pier Luigi Penzo. Allí tiene su leonera el Venezia Fútbol Club.

Hasta ahí debieron llegar, de la forma más curiosa, los equipos rivales y muchos de los futbolistas más famosos del mundo; Batistuta, Ronaldo, Maldini, Del Piero, Francesco Totti… Los jugadores del Venezia por lo general viven en el continente, en la vecina Mestre.

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En su sexto partido en Italia, Iván Kaviedes (por él fuimos) vivió al igual que nosotros una experiencia encantadora. El motivo: el choque Venezia-Perugia. Estábamos elaborando un libro sobre la vida de Kaviedes, entonces flamante goleador mundial 1998 y jugador del Perugia.

El estadio está ubicado en una de las últimas islas, la de Santa Elena. Las lanchas, cargadas con la utilería, bolsos, camisetas, balones, todo lo necesario para disputar un encuentro de fútbol, entran al canal Santa Elena y frenan en el muelle que da justo al portón de ingreso de los futbolistas.

El árbitro va en lancha aparte. El condottiere esquiva otras embarcaciones estacionadas en el estrecho conducto, lo arrima con maestría, asegura la soga contra un tronco del embarcadero y le da la mano a cada jugador para que suba sin contratiempos mientras el lanchón se mueve.

¿Cómo imaginar a Trapattoni, a Zidane, a los presidentes de los clubes llegar en lancha para jugar o ver el partido?

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Pero la más curiosa es la situación del referí. A la salida, si el clima está espeso porque no ha dirigido bien, no sale custodiado dentro de un patrullero, debe disparar en lancha.

Los aficionados, por su parte, van al estadio caminando a través de las islas, unidas por puentecitos de piedra, por lanchas-taxi o bien en el bus de agua: el Traghetto.

Es un ferry-boat de gran tamaño con paradas en toda la ciudad. Hay muchas líneas que van a diversos sitios como en cualquier localidad de la Tierra, solo que no a través de una calle o una carretera sino sobre el agua.

¡Todo es tan singular…! El Pier Luigi Penzo es un pequeño coliseo para 7.500 tifosos con una tribuna principal de cemento y otras tres de madera. Una cajita. Allí, cuando los defensas más rudimentarios la revientan, la pelota no se va a la calle, cae al agua. Si Materazzi hubiese jugado cuatro o cinco temporadas en el Venezia habría perdido una fortuna en balones. No se hacía mucho problema por el estilo, le pegaba un puntinazo para arriba y a otra cosa.

Lo bello es que, a pesar de recibir al Milan, al Inter o a la Juventus, no hay cambio de cancha: todos deben ir a la cuna de Marco Polo. El Venezia Football Club, fundado en 1907, ha pasado gran parte de su vida en el ascenso. Su parábola ha sido siempre subir y enseguida descarrilar. En la actualidad, rescatado financieramente por Joe Tacopina, famoso abogado neoyorquino de origen italiano, está cerca de escalar de nuevo a la Serie B y espera volver pronto a la A. Ayer venció al FeralpiSalo y quedó a un paso de ascender.

En sus tiempos dorados (1934-1945) se denominaba Associazione Fascista Calcio Venezia, lo que da una idea de cómo invadió todos los estamentos de la sociedad la dictadura de Benito Mussolini. “Todos los clubes en esa época debían ser fascistas… Y algunos hasta debieron cambiar su nombre, italianizándolo, como el Internazionale, que en esos años se llamó Ambrosiana, Milan convertido en Milano o Genoa en Genova… Al régimen no le gustaban los nombres ingleses”, explica el giornalista italiano Matteo Dotto.

En ese lapso compitió casi una década seguida en Primera y logró su título más importante: la Copa Italia de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial. Los soldados italianos ya se debatían en el frente, pero el Calcio no paraba. El Venezia se coronó espectacularmente tras vencer en serie al Udinese (5-0), al Bologna (4-3), al Lazio (3-1) y a la Roma en la final (1-0). En ese lapso alumbró a sus dos más grandes estrellas: el delantero Valentino Mazzola, padre del famoso Sandro Mazzola del Inter, y Ezio Loik, mediocampista de clase. Tras debutar en la Selección Azzurra, todos los clubes de la península se lanzaron a fichar a la dupla de oro; el Torino se los quedó por una cifra récord. Ambos morirían trágicamente en 1949 cuando el avión del Torino, que llegaba de Lisboa, se estrelló instantes antes de aterrizar en Turín.

Ese sábado de febrero que asistimos al Penzo, el Venezia vivió una tarde festiva: venció 2-1 al Perugia, con un golazo y una asistencia de su mayor crack de la posguerra: el uruguayo Álvaro Recoba, que era del Inter y fue por un semestre cedido a las islas.

Fútbol en Venecia, una experiencia única. No obstante, salimos del Penzo y la pelota queda en segundo plano en la gélida tarde veneciana. Nos envuelve de nuevo la magia de esta urbe irrepetible. Un par de enamorados se abraza y sonríe sobre una góndola que surca las rías interiores. Un vaporetto deja una profunda estela sobre el Gran Canal. Cae la noche sobre esta parte del mundo y las luces brillan sobre el agua. Nos parece escuchar la voz de Charles Aznavour. “¡Qué profunda emoción…! Recordar el ayer… Cuando todo en Venecia me hablaba de amor…”.

El estadio está ubicado en una de las últimas islas, la de Santa Elena. Las lanchas, cargadas con la utilería, bolsos, camisetas, balones, todo lo necesario para disputar un encuentro de fútbol. (O)