Las bombas de estruendo atronaron por fin el cielo del Capwell, en silencio durante dos años, apenas animado por el ruido del martillo y de las grúas. Los fuegos de artificio dieron luz a esa gigantesca criatura hecha de cemento y pasión. Valió la pena. El hincha, esa crecida masa azul, se encontró con un coloso moderno, pleno de luz y grandiosidad, y sintió el orgullo de la casa propia, esa casa a la que puede invitar a quien sea: no quedará mal.

Lo primero que sorprende de este Capwell es la nueva y monumental tribuna San Martín. Si en la reinauguración de 1991 el edificio de la General Gómez pareció impactante, la nueva San Martín genera asombro: es como mínimo el doble de alta que aquella. Seguramente más de un visitante se sentirá intimidado cuando entre al campo a disputar un partido. Que es uno de los efectos primordiales de poseer un gran estadio: impresionar al rival, generarle respeto. Es lo que sucede con el Bernabéu, el Camp Nou, La Bombonera y tantos otros: a mayor imponencia, mejores perspectivas deportivas. Como diría el padre Ferreyra, “con este estadio, el empate lo tenemos”. La cercanía de las tribunas al campo también lo hacen especial

‘Guayaquil, con una nueva joya’, tituló ayer Diario EL UNIVERSO en portada, acertando en el calificativo. Adicional al tamaño, está la belleza y los detalles de confort en las suites, en las cabinas para el periodismo, en los ascensores, camerinos, en las torres que unen el magnificente rectángulo… La ausencia de mallas en las tribunas le da un toque casi teatral; la proximidad del público con los actores y el espectáculo difícilmente se encuentre en otro escenario. Este Capwell merece un partido grande de la Selección ecuatoriana. En diciembre se cumplirán 70 años de la célebre Copa América de 1947 en que debutó Alfredo Di Stéfano y que se desarrolló íntegramente en el reducto de General Gómez y avenida Quito, ¿qué mejor homenaje que llevar al equipo nacional a ese césped…?

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Lupo Quiñónez, llegado especialmente desde Harrison, Nueva Jersey, no se quitaba los anteojos oscuros por precaución de que alguna lágrima lo delatara. “Me emociona mucho esto, aunque me guardo las emociones para adentro...”, dice. Se lo ve juvenil a sus 60 años y estaba inmensamente feliz de poder mostrarle a su hijo el lugar donde nació futbolísticamente. Me parece mentira ver al Capwell así. Jugué en el viejo estadio Capwell, pero no solo eso, viví cinco años aquí, en la concentración que estaba debajo de la tribuna de General Gómez. Este fue mi estadio, mi casa, mi papá y mi papá… Estaba en las inferiores y pasaba mis días aquí. Entrenaba con los técnicos y cuando ellos se iban también, a ver si aprendía, ja, ja… Jugar ahora debe ser maravilloso, lo decíamos con Miori, con quien hicimos una gran dupla: en esta grama juega hasta un picapiedra… O sea, hasta yo podría jugar, ja, ja…”. Siempre humilde, Lupo agradece que le pidan una foto. “Es muy lindo sentir el cariño por lo que uno ha hecho, hay que pensar que hace 27 años ya me retiré”.

Le recordamos aquel partido suyo grandioso frente a Argentina en Buenos Aires por la Copa América de 1983, cuando los zagueros Roberto Mouzo y Enzo Trossero lo cepillaron y no podían voltear al tanque, que les hizo un gol y al que debieron cometerle un penal. “Me daban precioso, ja, ja… Pero yo era joven y no lo sentía”.

Se sentó junto a Carlos Horacio Miori y Carlos Torres Garcés en la suite destinada a los exjugadores y entrenadores llegados del exterior invitados a la reinauguración. Con ellos compartían Galo Pulido, venido de California; los uruguayos Xavier Baldriz, Miguel Falero, Rubén Beninca, Eduardo De María, los argentinos Marcelo Pepo Morales, Carlos Juárez, Ariel Graziani, Marcelo Elizaga, Gabriel Perrone, Marcelo Benítez, el venezolano José Manuel Rey, Carlos Sevilla llegado de Quito…

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¿Habrá imaginado Capwell que su apellido se tornaría referencia de la ciudad, que figuraría en los mapas catastrales…? En todo caso, su hijo Robert, quien cortó la cinta inaugural junto a Nassib Neme, tomó debida nota de la poderosa semilla que su padre sembró en Guayaquil y que perpetúa para siempre su amor al deporte.

Nassib Neme, padre de este imponente bebé, destilaba orgullo: “Siento que hemos cumplido todos con la obligación que teníamos de poner a Emelec en la cima, lugar que le corresponde desde que se fundó. Y cuando digo todos hablo de la comisión directiva entera y de mis dos hijos mayores, que fueron baluartes en la concepción moderna y generadora de recursos del estadio, no solo en los días de partido sino todo el año”.

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Un virus inoportuno le provocó fiebre de casi 40 grados que por poco lo deja sin inauguración. “Me pusieron 200 inyecciones y me dieron mil pastillas para levantarme, pero pude estar. Fue una emoción indescriptible, y tener a nueve de mis nietos en la cancha sosteniendo la cinta que cortó Bob Capwell fue para mí un momento culminante”, confiesa el dirigente.

“El presidente del New York City, que por su naturaleza los anglosajones no son de regalar elogios, me dijo textualmente: ‘Un estadio de soccer como este ya los mejores clubes del mundo quisieran tener. Fácil está en un nivel de primer mundo del año 2040’. El embajador de Estados Unidos, Todd Chapman, también, estaba enloquecido, impresionado con la organización del evento y de la belleza, funcionalidad y modernismo del estadio”, se emocionó Nassib.

Y luego de la pirotecnia, las luces y las emociones hubo un partido, que hasta los cambios fue animado, hasta atractivo. A propósito: habría que acordar no hacer más de cuatro cambios, así sea el más amistoso de los amistosos. Caso contrario se evapora toda la expectativa por el juego. En ese rato serio de partido que duró unos 60 minutos, apreciamos dos valores interesantes: Ayrton Preciado, autor de los dos goles de Emelec, un ligerito que si encara más puede hacer destrozos. Y Fernando Pinillo, zaguero veloz y enérgico. Debe aprender todavía, pero puede ser figura. El New York City aportó a la fiesta los últimos destellos de un jugador sin contradictores en el mundo: Andrea Pirlo, quien ostenta el magnetismo de las grandes estrellas. Eminencia del juego, rey del pase al pie, geómetra de la distribución del balón. Siempre será un orgullo decir “yo vi a Pirlo en la cancha”. También estaba David Villa, goleador y campeón del mundo, pero Villa es más terrenal. El 2-2 final es una anécdota dentro de una noche redonda y feliz. E intensamente azul. (O)

 

 

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