En mi despacho de AS tengo las fotos de tres grandes, mi podio personal en la historia del deporte. En el centro está Alí, flanqueado por Pelé y Jordan. Algunos me discuten el segundo o el tercero, pero nadie me discute a Alí, representado por esa gran foto en la que reta a Sonny Liston, caído en el suelo. La suya fue una aventura única. El héroe deportivo que arrostró unas consecuencias durísimas porque, como dijo ayer Obama, “habló por los que no podían”. Y lo hizo en años, no olvidemos, en los que fue asesinado Luther King. Aquel posicionamiento en aquella América no era una broma.

Pero él lo hizo, poniendo en juego su carrera, su fortuna, su vida. Poniéndose enfrente a la mitad de su país, si bien era la mitad que menos le importaba. La mitad blanca y reaccionaria que aún aplaudía los asesinatos del Ku Klux Klan y que sufría con cada una de sus victorias. Aquellas victorias gloriosas, inapelables, boxeando como nunca se había hecho en la categoría máxima, moviéndose con la ligereza de Sugar Ray Robinson. Esbelto, bello, procaz, ocurrente, canturreaba en rap sus pronósticos, anunciando el asalto en que iba a ganar. Su boxeo era una forma de perfección. (O)

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