Esa canción de Alberto Cortez contiene uno de los mensajes más profundos sobre la vida y la muerte; sobre la eterna vigencia de ese sentimiento llamado amistad que une los corazones de los hombres buenos.

En el deporte guayaquileño estamos viviendo la ausencia eterna de amigos con los que compartimos largas décadas. Siempre he querido evitar que mi columna sea un repertorio funeral, pero resulta inevitable guardar silencio cuando fallecen quienes fueron parte de nuestra vida deportiva o como fanáticos del deporte. Sobre todo porque la verdadera muerte llega cuando reina el olvido en el alma (si es que la tienen) de los que debían acudir en auxilio de la exestrella en desgracia o cuando simplemente llega el final.

Un día (y esto lo recuerdan muy bien Simón Cañarte, Enrique Raymondi y Fausto Montalván) debimos ‘rescatar’ del ‘secuestro’ los restos mortales de un crack que vistió la camiseta nacional y la del Guayas; que hizo bicampeón a un club. La funeraria no permitía el entierro mientras no se cancelara una suma de dinero que la familia no tenía. Golpearon las puertas de los organismos deportivos y se las tiraron en la cara. Nadie de los que lo abrazaron y lo invitaron a celebrar después de un triunfo para darse el lujo de ser visto con el futbolista famoso apareció por la humilde sala de velaciones. Tampoco ninguna entidad cuyos colores defendió. Para los dirigentes, sencillamente, había dejado de existir el día que colgó los botines. Si alguna vez te vi, ya no me acuerdo.

Publicidad

Por eso algunas veces mis columnas hablan de los que se han ido, para que la muerte, la ingratitud y el olvido no tengan la última palabra.

Mario Vargas -mi compañero de la natación- me sorprendió con un mensaje triste: repentinamente había fallecido su primo Omar Vargas Rodrigo, destacado basquetbolista que fue parte de una familia muy deportiva. Me encontré con él después de mucho tiempo en el Policentro y lo vi como siempre, alegre, aunque con algunas canas. Compartimos algunos recuerdos, nos reímos un rato y nos despedimos. No supuse nunca que era la última vez que lo vería vivo.

Pocas horas después un correo electrónico me hizo acelerar los latidos. El título ya era estremecedor: “Murió Mario Saeteros”. El ‘periodismo’ de hoy no sabe quién fue Mario. Algún payaso de micrófono dijo un día que los jugadores de la era del viejo estadio Capwell no sabían nada de fútbol. Y agregó que los del estadio Modelo tampoco, aunque entre ellos estaban Alberto Spencer, Vicente Lecaro, Luciano Macías, Carlos Raffo, Jorge Bolaños y otros grandes.

Publicidad

Mientras esperaba junto a mi familia el fin de año en Estados Unidos me enteré, por mensajes de amigos, del fallecimiento de Pepe Johnson y de Luis Patón Alvarado. Muchos golpes seguidos en el corazón del deporte. Lucho Alvarado era uno de los pocos sobrevivientes del nacimiento del profesionalismo. Apareció en Reed Club en 1951 como suplente del peruano Higinio Bejarano en el centro de la zaga. Luego fue titular junto a Orlando Zambrano y Manuel Andrade -el hermano de Guido Andrade, puntero del quinteto de oro de Barcelona-.

En 1952 pasó a Norteamérica con Orlando Zambrano. La defensa, que completaba Gerónimo Gando, fue base para la obtención del título de los nortinos, dirigidos por Jorge Muñoz Medina. Se lo reconocía como uno de los mejores zagueros centrales no solo por lo que sabía de fútbol sino también porque se hacía respetar. De allí lo de Patón. Integró la selección de Guayas en aquellos recordados enfrentamientos con Pichincha. Fue luego a Patria y al final de su carrera vistió los colores de Aucas y del Olmedo de Riobamba.

Publicidad

Pepe Johnson fue uno de los mediocampistas más técnicos e inteligentes de nuestro balompié. Ya estaba en el Everest, campeón de Asoguayas en 1960, pero su titularidad se la ganó en 1961. En 1962 fue parte decisiva en la alineación del Everest que le ganó el título nacional al Barcelona en un partido inolvidable. Su compañero en la línea de volantes era el babahoyense Ramón Vera. “Era increíble lo que corrían, cómo recuperaban balones y salían jugando con elegancia”, nos contaba Galo Pinto, quien fue el goleador de ese Everest campeón. Jugó con la Tricolor nacional en el Sudamericano de Bolivia, en 1963, y debutó el 10 de marzo de ese año entrando al cambio por el siempre recordado Jaime Carmelo Galarza.

El 17 de marzo, ante Perú, fue titular con Galarza. El 20 de marzo jugó de salida contra Argentina con Carlos Pineda a su lado. Una semana después fue otra vez titular con Ruperto Reeves Patterson en el memorable empate a 2 con Brasil. El 31 de marzo nuestra selección venció a Colombia 4-3 con Johnson y Pineda de volantes. Dejó en las canchas un gran recuerdo.

Mario Saeteros fue un personaje en las canchas y fuera de ellas. Brilló en Chacarita Juniors y de allí se lo llevó Patria, club en el que dio cátedra de jugador superdotado. Estuvo en la selección nacional en los Sudamericanos de 1955 y 1959. Fui su amigo desde que llegué a los 13 años a la piscina Olímpica, en el barrio de La Concordia. Aquel joven jugador que hacía malabares con el balón, que era capaz de las jugadas más ingeniosas en asocio con Ángel Ceccardi y luego con Vicente Delgado o Colón Merizalde, era un ser humano formidable.

Noble en la amistad, era uno de esos personajes ocurrentes que nos alegran la vida y cuyas anécdotas son fuente de miles de recuerdos. He sido amigo de tres de esos personajes: Carlos Serrado, quien jugó en Valdez, Elmo Cura Suárez, campeón de saltos ornamentales, y Mario Saeteros. Mi vida en la piscina Olímpica me permitió gozar las bromas del Cura y de Mario, sobre todo cuando nos juntábamos en la habitación de Julio Lucín para escuchar a la Sonora Matancera. O en aquellos sábados memorables en el quiosco de Chelita. Mario estuvo el sábado antes de su muerte en el Club Morumbí, que fue su base por muchos años. Departió alegremente con todos. En su velatorio Chalupa Suárez y Milton Pérez contaron docenas de las salidas de Mario y las risotadas que provocaban sus bromas elegantes. Mirko Patrel lo fue a dejar a su casa. Nadie pensó que tras la sonrisa de Mario, acechaba la muerte.

Publicidad

Fue y seguirá siendo un ejemplo como hijo, esposo, padre, abuelo. Nos duele en el alma su partida, pero más allá de la tristeza de no verlo más, queda su recuerdo acompañado siempre de una carcajada. Porque será imposible recordar a Mario y dejar de sonreír. (O)

La verdadera muerte llega cuando reina el olvido en el alma (si es que la tienen) de los que debían acudir en auxilio de la exestrella en desgracia, o cuando simplemente llega el final.