El transcurrir de cada segundo del partido final del Mundial Brasil 2014 era similar a un preinfarto en Argentina. Su selección se disputaba la copa con Alemania, y en Buenos Aires el partido dejaba a veces sin habla a espectadores que coparon el centro, en el sector del Obelisco.

Las banderas celeste y blanco ondeaban sobre las cabezas de los miles de hinchas que vestían la camiseta de la selección, los petardos zumbaban y el que se convirtió en el himno de los argentinos no se dejaba de escuchar: “Brasil, decime qué se siente tener en casa a tu papá...”.

Con un primer tiempo sin goles, los ánimos aumentaban. La locura por la albiceleste era iracunda. “Volveremos, volveremos, volveremo otra vez, volveremos a ser campeones...”. La esperanza de que la selección lleve la copa a Argentina estaba intacta.

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Se venía el final del segundo tiempo, sin goles aún. “Vamos, Messi”, se oía por los alrededores del Obelisco, donde no había ni una sola pantalla pública para ver el partido pero ahí permanecía la hinchada, alentando. Todos buscaban una pantalla.

La mayoría de comercios estaba cerrado, tal vez por temor a desmanes. Los pocos abiertos, restaurantes y bares, estaban copados y cerrados hasta con candados, con sus comensales adentro. Un joven, como tantos, sostenía su celular entre manos, y atrás de él, familiares y amigos viendo el partido.

El tiempo extra comenzó a correr. Los himnos del fútbol se tarareaban por doquier. La fe estaba latente, la alegría evolucionaba a cada segundo. Se quería gritar ese tan ansiado gol anotado por su selección. Pero no. A diez minutos de entrar a los penales, Alemania ofuscó esa sed de triunfo. Aun así, nadie se rendía. “Vamos, papá, faltan diez todavía”, se escuchaba.

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Con solo un poco menos de fervor, los argentinos seguían gritando por sus representantes. Hasta que el pitazo final dio la gloria mundialista al rival y la tristeza embargó a Argentina.

Media hora después, era común ver a decenas de familias y grupos de amigos retirándose del sitio; mientras, centenares se quedaban ahí para celebrar. Parejas agarradas de las manos en silencio, con miradas perdidas, y alguno que otro rostro lleno de lágrimas pintaban el ambiente. En ese momento estaban coronando al campeón con ese trofeo que pudo ser argentino.

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"Estamos triste. Merecíamos ganar. Pero vamos a celebrar este subcampeonato mundial porque hace tiempo no llegábamos a estas instancias", expresó Facundo Vaca, de 35 años y quien se iba a concentrar en el Obelisco junto con su esposa y dos hijos.

Los jóvenes esperaban en las veredas. Esperaban superar la desazón. Pero muchos seguían cantando. Las letras de “Brasil, decime qué se siente” no dejaban de retumbar en cada esquina del centro porteño. Pero el “volveremos, volveremos”, al final de la jornada, tuvo que ser suplido por un “Olé, olé, olé, olé; olé, olé, olé, olá; olé, olé, olé, cada día te quiero más”. Es que el grito de "campeones" se quedó atorado en la garganta de 40 millones de argentinos.

“Para mí es injusto porque merecíamos ganar. Pero nos vamos con la frente en alto porque dimos lo que más se pudo dar”, exclamó Itatí Casco, una argentina de 25 años.