Si las elecciones venezolanas las hubiese administrado una institución independiente, transparente y profesional, dirigida por personas sin ningún vínculo político partidista con el gobierno, seguramente ese uno y medio por ciento de diferencia que le habría dado la victoria a Maduro, hubiese sido aceptado pacíficamente por la oposición y el mundo entero. Después de todo, no habría sido la primera vez que una elección se decide con tan estrecho margen. Pero ese no es el caso de Venezuela ni de los países que siguen su modelo.

En efecto, tanto en Venezuela como en esos otros estados de similar perfil hay una profunda desconfianza en la ciudadanía sobre sus sistemas electorales tanto en su componente normativo como institucional. Tanto en Venezuela como en sus acólitos la oposición –más allá de las visibles diferencias que las separan– ha tenido una y otra vez que competir no con un político candidato o un movimiento sino contra el propio Estado.

En esas naciones los órganos electores han sido transformados en un engranaje más de la maquinaria estatal que se pone al servicio de su candidato 24 horas al día y por el año corrido, las líneas entre las dudas y la certeza electoral prácticamente no existen. Esta amalgama –Estado, autoridad electoral y candidato oficial– no solo que hace posible el abuso electoral sino que ella en sí misma constituye un atropello, más allá de los resultados cuantitativos que produzca una elección determinada.

En Venezuela el candidato oficial no fue en realidad ni Maduro ni Chávez. El candidato fue realmente el Estado venezolano. Y mientras persista este concubinato de las instituciones electorales con el candidato oficialista a través del Estado, farsas como la sucedida en Venezuela el domingo seguirán repitiéndose. Después de unos años la diferencia será probablemente por 0,50%, y en la siguiente elección por 0,25% y así por el estilo. Pero mientras que el Estado esté de candidato nunca perderá una elección.

¿No es acaso un fraude electoral permitir que el candidato oficial utilice todos los bienes públicos imaginables en su favor, que gaste millones de dólares del presupuesto estatal en publicidad electoral, y que la autoridad electoral guarde silencio? ¿No es acaso un abuso diseñar un sistema de asignación de escaños que hace posible que un movimiento con el 52% de apoyo popular se lleve los dos tercios de la legislatura y luego venir a decir que este resultado es “proporcional”? ¿No es acaso la antesala de un fraude electoral el que las máximas autoridades electorales sean seguidores políticos del partido oficialista, y hasta exfuncionarios del Ejecutivo? ¿Se imaginan a un exministro del presidente de Estados Unidos dirigiendo la Comisión Federal de Elecciones, y a él de candidato a la reelección, o algo similar en Alemania, Italia, España o Chile?

Una consecuencia lamentable de la ilegitimidad electoral en las Bananas Republics es que las calles, no las instituciones, sean los árbitros finales de la democracia. Con razón que no quisieron a los observadores de la OEA.