Opinión internacional |
EE.UU.
El presidente Barack Obama pronto dará a conocer un presupuesto nuevo, y los comentarios ya están fluyendo rápido y con furia. Los progresistas están enojados (con buenas razones) por la propuesta de recortes a la Seguridad Social; los conservadores denuncian el llamado a más ingresos. Sin embargo, es puro teatro. Dado que los republicanos en la Cámara de Representantes van a bloquear todo lo que proponga Obama, es mejor percibir a su presupuesto no como políticas públicas, sino como un posicionamiento, un intento por ganarse el elogio de los expertos “centristas”.
No, la verdadera acción política en este momento está en los estados, donde la interrogante es: ¿a cuántos estadounidenses se les negará la atención esencial de la salud en nombre de la libertad?
Claro que me refiero a la cuestión de cuántos gobernadores republicanos rechazarán la expansión de Medicaid, que es una parte clave del Obamacare. ¿Qué tiene que ver eso con la libertad? En realidad, nada. Sin embargo, cuando se trata de política, es una historia diferente.
De más está decir que los republicanos se oponen a cualquier expansión de los programas que ayudan a los menos afortunados –tal oposición es, junto con las reducciones fiscales para los acaudalados, más que nada, lo que define al conservadurismo moderno–. Sin embargo, parecen tener más problemas que en el pasado para defender su oposición sin, sencillamente, dar la impresión de ser grandes miserables.
En concreto, la práctica consagrada de atacar a los beneficiarios de los programas gubernamentales como enfermos falsos e indignos, ya no funciona como antes. Cuando Ronald Reagan habló sobre las reinas de la beneficencia que manejaban Cadillacs, tuvo eco entre muchos electores. Cuando se captó a Mitt Romney burlándose del 47 por ciento en una cinta, ya no fue tanto.
No obstante, hay una alternativa. Por la entusiasta recepción que los conservadores estadounidenses dieron al libro de Friedrich Hayek, Road to Serfdom, hasta Reagan y los gobernadores que hoy obstaculizan la expansión de Medicaid, la derecha estadounidense ha buscado presentar su posición no como una cuestión de reconfortar a los que están cómodos mientras afligen a los afligidos, sino como una valiente defensa de la libertad.
Por ejemplo, a los conservadores les encanta citar un emotivo discurso que pronunció Ronald Reagan en 1961, en el cual advirtió de un futuro nefasto a menos que los patriotas asumieran una posición. (Liz Cheney lo usó en un artículo de opinión en el Wall Street Journal hace unos cuantos días.) “Si ustedes y yo no hacemos esto”, declaró Reagan, “entonces, ustedes y yo podríamos pasar nuestros años del ocaso contándoles a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos cómo solía ser Estados Unidos cuando los hombres eran libres”. Lo que no se podría adivinar por el elevado lenguaje es que “esto” –el acto heroico que Reagan quería que hicieran sus escuchas– era un esfuerzo concertado para bloquear la entrada en vigor de Medicare.
Hoy día, los conservadores plantean argumentos similares contra el Obamacare. Por ejemplo, el senador por Wisconsin Ron Johnson lo llamó el “asalto más grande contra la libertar en el curso de nuestra vida”. Importa este tipo de retórica porque cuando se trata del principal obstáculo que hoy queda para tener una cobertura médica más o menos universal –la renuencia de los gobernadores republicanos a permitir la expansión de Medicaid, que es una parte clave de la reforma– es lo que tiene la derecha, principalmente.
Como ya sugerí, el viejo truco de culpar a los necesitados de su necesidad parece que ya no funciona en la forma en la que solía hacerlo, y, en especial, ya no en la cuestión médica: quizá porque la experiencia de perder el seguro es tan común que Medicaid cuenta, extraordinariamente, con un fuerte apoyo de la población. Y ahora que la reforma sanitaria es la ley establecida, los argumentos económicos y fiscales de cada estado en particular para aceptar la expansión de Medicaid son abrumadores. Esa es la razón por la que los intereses empresariales apoyan enfáticamente la expansión casi en todas partes –hasta en Texas–. Sin embargo, se pueden hacer a un lado tales inquietudes prácticas, si se puede argumentar exitosamente que el seguro es una esclavitud.
Claro que no es así. De hecho, es difícil pensar en una proposición a la que la historia haya refutado más absolutamente como la noción de que el seguro social mina a una sociedad libre. Han pasado casi 70 años desde que Friedrich Hayek pronosticara (o, en todo caso, sus admiradores entendieron que pronosticaba,) que el estado de bienestar de Gran Bretaña colocaría a la nación en la ladera resbalosa del estalinismo; han pasado 45 años desde que Medicare entró en vigor; hasta donde puede decir la mayoría, no ha muerto la libertad en ninguno de los dos lados del Atlántico.
De hecho, es probable que la experiencia real y vivida del Obamacare sea de una libertad particular aumentada en forma significativa. Con todo y lo que se dice de que Estados Unidos es el país de la libertad, quienes tienen uno de los empleos menguantes que conllevan prestaciones médicas decentes, a menudo se sienten todo menos libres, porque saben que si se van o pierden el trabajo, por cualquier razón, es posible que no puedan volver a tener la cobertura que necesitan.
Al paso del tiempo, conforme la gente se da cuenta de que ahora está garantizada una cobertura asequible, tendrá un poderoso efecto liberador.
Sin embargo, lo que no sabremos es a cuántos estadounidenses se les negará ese tipo de liberación, una negación todavía más cruel porque se les impondrá en el nombre de la libertad.
© 2013 New York Times News Service.