Las gotas grandes de lluvia caían y golpeaban en el zinc de las casas, el sonido marcaba un ritmo que simulaba a los tambores de un ritual anunciando el diluvio, era imposible no fijar la vista en el cielo con cierto temor. Sobre esas nubes negras y extensas, ajenos a la tormenta que zarandeaba a Guayaquil, pero marcados por un clima enrarecido de Jueves Santo, se paseaban los ángeles, difuntos y algunas celebridades espirituales. Entre ellos, y algo cansado por estar buscando infructuosamente a Bolívar, el comandante recién llegado decidió sentarse para tomar un nuevo aire. Ahí, apoyado en el borde de ese confortable nimboestrato se puso a mirar hacia abajo, hasta fijar la vista en Sudamérica, le llamó la atención que desde esa perspectiva, el continente era algo distinto al de los discursos y cadenas del exgobernante y sus amigos. Argentina, fragmentada, con cacerolazos y basura en las esquinas, reclamaba por los precios altos, por la inseguridad y por un poco de verdad, cosa que no se asemejaba a las fotos y anécdotas que le compartía su amiga en esos agradables almuerzos presidenciales. Su contemplación se vio interrumpida por lo que se escuchaba como una pelea de niños en el recreo, eran Chile y Bolivia, que uno lo va a acusar con el Tribunal de La Haya para que le dé salida soberana al mar, y el otro que la pelota es suya y que así no juega. Muchachitos malcriados que dan puros problemas. Volteando la cabeza se enteró de que Brasil abrirá las puertas para captar más de 6 millones de migrantes, para acelerar el progreso dicen, él cree que es para conseguir más muchachos que jueguen a la pelota, para la selección amarilla, porque con un papa argentino el Mundial se les pone cuesta arriba. A lo lejos, entre las nubes, divisó al solitario George, pensó en preguntarle por el embalsamamiento, por curiosidad, pero volvió a su tarea. Siguió con su registro visual hasta que distinguió al Ecuador por la euforia, todavía se celebraban los goles de Montero, y notó que hubiera sido mejor invertir en el fútbol que en mandar a un tipo a la Fórmula 1. “El balón es el opio del pueblo”, escribió en una esquina de su túnica blanca. Avanzó como siguiendo un camino por lo que supuso era la cordillera de Los Andes, hasta reconocer su tierra natal. Turbado por el olor salado de la tempestad, sintió que algo estaba mal. Divisó a gente gritando, hablando de él, inventando cosas de él, usando su imagen como una marca, era igual a una Coca Cola imperialista yanqui, parte de un discurso sin escrúpulos para persuadir a la gente, y los sueños de un líder y una América unida eran ahora artilugios en manos de un hiperventilado candidato desesperado por ganar las elecciones del 14 de abril. Ahí se dio cuenta de que tal vez estaba muerto, o que moriría prontamente. Dejó de mirar hacia ese continente, molesto, confundido, se levantó, y siguió dando pasos en la búsqueda del prócer, recordando, entre el sonido de la lluvia contra el zinc, lo que había leído en un cuento de Bolaños, que a veces la vida no es solo vulgar, sino también inexplicable.