Si bien la elección del nuevo papa –a la que ya algunos políticos están usando en su provecho– ayudó a disipar el bochorno de la conferencia en Guayaquil con el objeto de debilitar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), lo cierto es que la cita deja algunas lecciones.

La primera es que reina en ciertas esferas una asombrosa falta de información, por decir lo menos, respecto de los sistemas de protección de derechos humanos como el interamericano. A diferencia de otros instrumentos internacionales, los de derechos humanos no crean potestades, y menos derechos, a favor de los estados, sino básicamente deberes y obligaciones. Quienes gozan de derechos bajo estos sistemas son los individuos, por sí mismos u organizados. Ellos –no los gobiernos– son su eje central.

Por esto es que cualquier iniciativa que incida en un sistema de protección de derechos humanos debe contar con un vasto respaldo de sus usuarios, de las víctimas y, en general, de la sociedad civil. Nada de eso pasó en Guayaquil. Los usuarios del sistema interamericano fueron ignorados. Habría sido interesante preguntarles a ellos –a los perseguidos, los torturados, los familiares de los desaparecidos, etcétera– si les parecía bien quitarle a la CIDH la potestad de emitir cautelares.

Igual desconocimiento afloró de elementales nociones del derecho internacional. No solo que los textos de los instrumentos son claros sobre la competencia de la CIDH para emitir cautelares, sino que su otorgamiento ha sido una práctica aceptada. La práctica en la ejecución de tratados es un hecho clave en su interpretación. Como tampoco puede ignorarse el efecto que tiene para el Ecuador la declaración que ha hecho este gobierno de reconocer la fuerza vinculante de ellas, y el que hasta él mismo las haya solicitado en ocasiones. En derecho internacional la práctica y las declaraciones unilaterales, así como la costumbre no pueden ignorarse.

La segunda cosa fue la ausencia en este debate de casi todas las asociaciones civiles (académicas, profesionales, empresariales, etcétera) de la sociedad ecuatoriana. Han sido más bien las asociaciones civiles de otras naciones, especialmente del Cono Sur, las más alarmadas y activas. Con la oposición sucedió cosa igual, ausencia completa. Con este escenario de anomía, temor o de desorganización, ya puede uno imaginarse a nuestro país una vez aprobados la ley mordaza, el Código Penal y la ley de Telecomunicación.

La tercera fue la admirable resistencia que ha encontrado la iniciativa de restarle competencias a la CIDH en la gran mayoría de los gobiernos del hemisferio. Es probable que ello refleje la convicción íntima de sus líderes de que semejante propuesta es incompatible con sociedades democráticas y modernas del siglo XXI, especialmente los líderes de aquellas naciones que sufrieron la pesadilla totalitaria. O es probable que lo hagan movidos por la vergüenza de ser estigmatizados por el mundo como los responsables de haber debilitado un sistema de protección de derechos humanos. Convicción democrática o vergüenza de aparecer no tenerla, lo cierto es que se derrotó a la iniciativa.