EE. UU.

Uno de los enigmas del mundo moderno es por qué los humanos nos estamos volviendo tan rechonchos. Hay dos ratones que nos podrían dar una pista.

Genéticamente son iguales; fueron criados en el mismo laboratorio, alimentados con la misma comida y tuvieron las mismas oportunidades de hacer ejercicio. Sin embargo, el de abajo es esbelto mientras que el otro se ve como, bueno, como cualquier estadounidense.

La única diferencia es que el de arriba fue expuesto, al momento de nacer, a una sustancia que perturba el sistema endocrino, de tan solo una parte por mil millones. Esa breve exposición programó al ratón para acumular grasa y aunque no hubo diferencias significativas en insumo o gasto calórico respecto del otro, este siguió acumulando grasa mucho después de que se había acabado la sustancia.

Ese experimento es uno de un creciente número de estudios científicos controlados que indican que uno de los factores de la epidemia de obesidad del mundo industrializado (junto con la comida chatarra, los refrescos y la televisión) podrían ser sustancias que perturban el sistema endocrino. Esas sustancias no están reguladas –se encuentran en algunos alimentos, sofás, recibos de máquina y champús– y un montón de estudios recientes apuntan a que podrían provocar la formación de mayor número de células grasas más grandes.

Antes de hablar de algunas de estas investigaciones, una cuestión básica: ¿Por qué un columnista de opinión escribe sobre asuntos académicos publicados en revistas científicas? ¿Acaso los opinólogos no tienen nada mejor de qué agobiarse, como las rencillas entre demócratas y republicanos?

Una respuesta es que la obesidad es un importante problema nacional, responsable en parte del aumento alarmante de los costos de la atención médica. Empero, el grupo de presión de la industria química, al igual que el del tabaco antes de él, ha impedido cualquier regulación seria e incluso trata de bloquear las investigaciones.

Otra respuesta es que los periodistas tradicionalmente han cubierto muy mal los problemas de salud pública –fuimos lentos respecto de los peligros del tabaco y dolorosamente morosos para llamar la atención sobre los peligros del plomo– aunque estos son muy importantes para el bienestar nacional. Nuestra vida está más amenazada por los contaminantes no regulados en nuestra casa que por los talibanes de Afganistán.

Los interruptores endocrinos son un tipo de sustancias que imitan a las hormonas y, por tanto, confunden al organismo. En un principio suscitaron inquietudes debido a su relación con el cáncer y la malformación del aparato reproductivo. Esas inquietudes no se han desvanecido, pero el área de interés más nueva es el papel que tienen en la acumulación de grasa.

Bruce Blumberg, biólogo del desarrollo en la Universidad de California en Irvine, acuñó el término “obesógeno”, en un artículo publicado en 2006, para referirse a las sustancias que hacen que los animales acumulen grasa. Al comienzo, este principio fue muy controvertido entre los expertos en obesidad, pero un creciente número de estudios controlados han confirmado este hallazgo e identificado unas veinte sustancias como obesógenos.

El papel de estas sustancias ha sido reconocido por la brigada presidencial para la obesidad infantil y los Institutos Nacionales de Salud es uno de los principales financiadores de investigaciones sobre la relación entre los interruptores endocrinos y la obesidad y la diabetes.

Entre las sustancias identificadas como obesógenos hay materiales de plástico, alimentos enlatados, sustancias agrícolas, cojines de espuma y combustible de aviones. Por ejemplo, un estudio realizado hace unos meses descubrió que el triflumizol, un fungicida usado en muchos cultivos alimenticios, como las verduras de hoja larga, causa obesidad en los ratones.

Y apenas este mes, un estudio reciente publicado en la revista Environmental Health Perspectives encontró que los interruptores endocrinos que a veces se le añaden al plástico PVC hacen que los ratones se vuelvan obesos y sufran de problemas hepáticos. Y el efecto continúa con los descendientes de esos ratones, generación tras generación.

Otro estudio encontró que las mujeres que tienen residuos de un pesticida en la sangre dan a luz a bebés con mayores probabilidades de tener sobrepeso a los 14 meses de edad.

Ese es el hilo en común: al parecer, la época más importante de exposición es en el útero y en la infancia. No está claro si los obesógenos tienen mucho efecto para que un adulto común, o incluso una mujer embarazada, se vuelva más gordo (aunque se ha demostrado que uno actúa así) y el impacto más importante parece ser en el feto y en los niños antes de la pubertad.

La revista Scientific American recién preguntó si los médicos deberían advertirles a las mujeres embarazadas respecto de ciertas sustancias. Mencionó una encuesta que indica que solo 19 por ciento de los médicos advierte a las mujeres embarazadas respecto de pesticidas, solo 8 por ciento del BPA (un interruptor endocrino que se encuentra en ciertos plásticos y recibos), y solo 5 por ciento de los ftalatos (interruptores endocrinos que se encuentran en cosméticos y champús). Blumberg, pionero del campo, afirma que es muy recomendable comer alimentos orgánicos –en especial los niños y las mujeres embarazadas o en edad reproductiva– y evitar usar plásticos para guardar alimentos y agua. “Mi hija usa una botella de acero inoxidable para el agua y yo también”, afirmó.

Pese a toda su incertidumbre, estos estudios recientes son una razón más para pensar que los interruptores endocrinos sean el tabaco de nuestro tiempo. Las decisiones basadas en la ciencia para mejorar la salud pública –como la eliminación del plomo de la gasolina– han sido de las medidas de políticas públicas más benéficas del gobierno. En este caso, un punto de partida sería impulsar las investigaciones sobre los interruptores endocrinos y aprobar la ley de sustancias seguras. Esa medida, estancada desde hace mucho en el Congreso, requeriría que se hicieran pruebas de seguridad más estrictas con las sustancias posiblemente tóxicas que nos rodean.

Después de todo, ¿a cuál de los ratones nos queremos parecer?

© The New York Times 2013.