Por John Dunn Insua

Llegará el día en que mis hijos me pregunten sobre la ciudad en que crecí; que les interese saber sobre los contrastes ocurridos entre mi Guayaquil y el Guayaquil que les tocó a ellos. Tal como ocurre con el tiempo relacionado con los hijos, es muy probable que aquel día me sorprenda mucho antes de lo previsto. Quizás por ello valga la pena ejercitar la memoria, antes de tiempo.

Regresé a Guayaquil antes de cumplir tres años. Mis padres tenían un departamento en la avenida 9 de Octubre, a seis pisos sobre la calle. El balcón de aquel departamento era mi primer lugar de encuentro con la ciudad. Mis primeras memorias me hablan de un bulevar de baldosas rojas y amarillas, con cabinas telefónicas de Ietel cada 20 metros (en realidad no eran cabinas, sino teléfonos públicos en un poste, con una cubierta plástica, semejante a un casco). Recuerdo además las piruetas aéreas que hacían las golondrinas que anidaban en las molduras de los edificios más antiguos.

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De noche, los letreros de neón inundaban la 9 de Octubre. La gente paseaba tranquila, sin miedo a los asaltos. Mi padre me llevaba a pie, a comprar revistas en la librería Escobar, que quedaba donde hoy está el edificio La Previsora. Desde mi balcón podía elegir el espectáculo a presenciar. En la misma bocacalle se instalaban grupos de música andina, teatreros de la calle y hare krishnas; cada uno en una esquina diferente. La gran noche para nosotros era cuando se instalaba la Feria del Libro. De la Rotonda al parque Centenario, el bulevar se repletaba de carpitas llenas de libros. Eventos semejantes eran la exhibición de años viejos y los desfiles por la independencia de la ciudad.

Lo único que envidiaba a los chicos de Urdesa o Los Ceibos era la libertad de andar en bicicleta. Mis hermanas patinaban en el soportal del edificio. Una de ellas se dañó un meñique, como consecuencia de aquel “deporte extremo”.

Lo único que no se puede cambiar, es que las innovaciones sigan ocurriendo, y tal premisa ocurrió en el escenario de mi infancia. Lamentablemente no todos los cambios son para bien. Las baldosas rojas y amarillas fueron las primeras en irse. Las reemplazaron por una piedra gris horrorosa y sucia. Las veredas del bulevar dejaron de contener eventos, y sin eventos, se convirtieron en tierra de nadie. El abandono es el escenario predilecto para la delincuencia. Actualmente, la 9 de Octubre es un hervidero comercial de día; y un desierto por las noches.

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Lo que le pasó a la 9 de Octubre, luego le pasó a otros barrios. El desarrollo de nuevas áreas no debería significar el abandono de las ya existentes. He ahí una premisa clave para la seguridad ciudadana.

Dejo entonces algunas preguntas en el aire: ¿cuántas de las memorias de nuestros hijos se nutren de una vida de barrio, desarrollada en una comunidad natural? ¿Cómo pedirles a esos chicos, cuando crezcan, que mejoren la ciudad donde viven, si precisamente nosotros los desconectamos de nuestra realidad?