Es asombrosa la capacidad del líder para doblegar a la realidad. Su voluntad es tan fuerte que ante ella se rinden no solamente los fieles-silenciosos sino también los hechos. No importa que estos hayan sucedido de otra manera y que todo el país haya sido testigo. Lo que cuenta son las interpretaciones que él va haciendo de ellos hasta llegar a una posición final. Esta se convierte en la palabra que repetirán textualmente todos esos fieles-silenciosos. En realidad, cada una de las diversas posiciones que él ha ido adoptando hasta llegar a la definitiva se convierte, en su respectivo momento, en la verdad-verdadera y es repetida con entusiasmo y lealtad. Lo hacen en las páginas de la prensa que se regala, en las redes sociales y en los mensajes electrónicos enviados desde direcciones falsas y con emisores clandestinos. Si el líder cambia, ellos dan el recibido al mensaje y se ponen entusiastamente a difundir la nueva versión. El orden y la dirección de los hechos están determinados por su palabra.

No importa que inicialmente haya sostenido que todo era un invento, que entre medio estaba la prensa corrupta y que era una más de las innumerables conspiraciones que se fraguan más acá o más allá de las fronteras. De un momento a otro, cuando las evidencias se han vuelto demasiado porfiadas (que equivale a decir que la prensa ha mantenido un tema en las primeras planas sin ceder a sus rabietas de los sábados), él no tiene problema en cambiar radicalmente. Es cuando hace el viraje completo, pasa a sostener una posición absolutamente diferente a la que había mantenido férreamente y con la misma voluntad mantiene la nueva. Se apropia del problema, demuestra fehacientemente –con su palabra y nada más, porque no hace falta evidencia alguna– que él fue quien lo descubrió y que será el encargado de combatirlo.

Hay un antecedente histórico que demuestra que esta es una característica de los líderes predestinados para cambiar el mundo. Stalin, el padre de todas las Rusias, tenía en vilo a sus propios fieles-silenciosos que nunca sabían cuál sería la verdad del día. Se acostaban con el pacto con el nazismo y amanecían con la guerra contra ese enemigo de siempre que había sido el nazismo. En la mañana alababan a Kamenev y a Zinoviev hasta saber, en la tarde o en la noche, que debían aborrecerlos y apoyar su condena de muerte porque siempre habían sido traidores. Condenaban a los socialdemócratas europeos hasta el día en que se convertían en los aliados históricos de toda la vida. En fin, la verdad-verdadera venía de la palabra del líder y quien no creyera en ella quedaría fuera de juego (lo que muchas veces equivalía a la muerte).

En su novela 1984, George Orwell retrató magistralmente esa construcción de la realidad. El Ministerio de la Verdad era el encargado de amoldar la historia de acuerdo a la palabra del Gran Hermano. Los hechos no existen, son lo que la palabra del líder determina que sean. Es la verdad-verdadera.