Detrás de la propuesta del presidente de financiar el aumento del bono de $ 35 a $ 50 mensuales está la popular idea de que el Estado debe remediar la desigualdad de ingresos. Sin embargo, mientras que a los que nos gobiernan les preocupa la desigualdad económica, poco les importa la suprema desigualdad de poder entre ellos y sus súbditos.

En el discurso en boga, la desigualdad de ingresos se percibe, siempre y en todo lugar, como una injusticia porque se asume que la creación de riqueza es un juego de suma cero: Si usted es rico es porque empobreció (¿explotó?) a otro. Ignoran el hecho de que en un mercado relativamente libre, la gran mayoría de empresarios solamente puede enriquecerse beneficiando a los consumidores con sus productos y servicios, que por ser convenientes, son adquiridos voluntariamente. A los políticamente correctos nada les agrada más que señalar a un grupo de ricos y a un grupo de pobres para colocarse en el medio (¿o por encima de ambos?) como los magnánimos redistribuidores.

El economista Peter T. Bauer señalaba que cuando el Estado adquiere el poder de redistribuir la riqueza “las medidas convencionales [de diferencias de ingresos] subestiman considerablemente las realidades acerca de la desigualdad en una sociedad en la que los gobernantes pueden poner a su disposición los recursos existentes si así lo desean. Podrían usar su poder para asegurarse grandes ingresos; o podrían elegir una forma austera de vivir”. Sin importar lo que estos elijan, agrega Bauer, “todavía tienen un inmenso poder sobre las vidas de sus súbditos, que pueden utilizar para asegurarse una mejor calidad de vida cuando sea que lo deseen”. Es decir, la propiedad de todos, ricos y pobres, estaría sometida a la voluntad de quienes nos gobiernan. Esto ya no sería una sociedad de personas libres.

Quienes nos gobiernan dicen que en Ecuador hay empresarios ricos que han gozado de privilegios. Esto es muy cierto, pero no nos dicen una verdad inconveniente para ellos: que esas fortunas no hubieran sido posibles sin favores concedidos por el Estado en la forma de aranceles, subsidios, contratos públicos, salvataje bancario, sucretización de la deuda, entre otras intervenciones del Estado en la economía –que por cierto se han multiplicado durante la revolución–.

Bauer agrega que “las propuestas de redistribución, supuestamente en nombre de reducir diferencias en los ingresos, también son muchas veces pretextos para justificar medidas para el beneficio político o económico de algunas personas o grupos a costa de otros”. Está claro que el proyecto de Ley de Redistribución del Gasto Social a corto plazo beneficiaría a los recipientes del bono y perjudicaría a los banqueros privados y sus depositantes. Pero hay algo que se ha comentado con menos énfasis: también se beneficiarían los funcionarios públicos, nuestros magnánimos redistribuidores, adquiriendo nuevos poderes como el de acceder a la muy íntima información de las cuentas bancarias de todos sus súbditos.

La gran desigualdad, y esta sí que retrasa nuestro desarrollo económico, es entre quienes pueden de un solo plumazo –y con el apoyo de la Policía– quitarles la propiedad a quienes deseen y los súbditos, quienes estamos o esperando que no nos quiten nuestra propiedad o que nos caigan migajas de lo que le fue arranchado a otros. Esto no es propio de una sociedad libre.